Apuros en la industria militar
Para El País
España, como cualquier otro país, tiene derecho a la defensa y, por tanto, necesita una base industrial y tecnológica de defensa (BITD). Dejando de lado argumentos tan clásicos como discutibles, que gustan de enfatizar su contribución a la riqueza nacional —aunque solo supone el 1% del PIB— y a los avances tecnológicos aplicados al mundo civil, su verdadera razón de ser, desde una perspectiva de seguridad nacional, es su capacidad para cubrir las necesidades de la maquinaria militar del Estado. Hoy, en un mundo globalizado en el que la interdependencia es la norma, ningún Estado (ni siquiera EE UU) puede llegar a gozar de una autarquía plena. Y ahí comienza el problema.
Aunque pueda parecer inicialmente una paradoja, ni la BITD puede atender todos los requerimientos de la defensa española, ni el ministerio del ramo puede absorber todo lo que producen las empresas españolas. Eso se traduce en una clara apuesta exportadora por parte de todas las empresas que puedan encontrar clientes de cualquier pelaje —las ventas ya suponen más del 80% de la facturación anual—. Por otra, se acentúa la conversión del Ministerio de Defensa en un activo agente comercial de las empresas, hasta convertir a España en el séptimo exportador mundial, calculando que de ese modo garantiza su supervivencia económica y asegura que, en el peor de los casos, cuenta con una reserva fabril a la que recurrir si le fallan sus proveedores habituales. Obviamente, la pujanza de sus empresas de defensa también le sirve para participar con voz propia en proyectos internacionales y para incrementar su cuota política en la toma de decisiones de organismos de seguridad y defensa de los que forma parte, sea la OTAN o la Unión Europea (UE).
Convertido así en actor sumamente interesado en la buena salud del sector, el Gobierno de turno se las ve y se las desea para salir airoso de un comercio de armas sujeto a un creciente escrutinio ciudadano. Por un lado, trata de ajustarse mal que bien a unos compromisos legales asumidos soberanamente —Tratado de Comercio de Armas (2014), Posición Común de la Unión Europea (2008) y Ley 53/2007— que, en principio, impiden las ventas que puedan perturbar la paz y a países en conflicto o que violen los derechos humanos. Por otro, emplea su potestad administrativa (a través de la hermética Junta Interministerial Reguladora del Comercio Exterior de Material de Defensa y de Doble Uso, JIMDDU) para facilitar la tarea a quienes siguen poniendo la oportunidad del negocio por encima de todo (considerando en el fondo que “si no lo vendo yo, lo va a vender otro, así que mejor lo vendo yo”). Y en ese difícil equilibrio, como acaba de mostrarnos el deplorable espectáculo de las bombas y las corbetas para Riad, es fácil adivinar hacia dónde se suele inclinar la balanza.
La cuestión no es si España debe contar con una BITD o incluso si debe vender material de defensa a otros —en torno al 70% del total de las exportaciones se dirige a países de la OTAN y de la UE—, sino entender que “no todo vale”. Porque está claro que no vale producir material que en demasiadas ocasiones sirve más a intereses sociales —mantenimiento del empleo a toda costa— y empresariales que a los propios de la defensa. Una defensa, por cierto, a la que no se puede atender seriamente desde planteamientos nacionales, lo que debería orientar el esfuerzo de los componentes más relevantes de la BITD hacia su internacionalización, especialmente en el marco de la UE, sobre la base de una división racional del trabajo para atender a amenazas comunes.
Tampoco vale, en una sociedad abierta, el secretismo que caracteriza a la toma de decisiones sobre las autorizaciones de operaciones de venta (se desconocen los criterios empleados en esos procesos y, en todo caso, el número de denegaciones es testimonial). Del mismo modo, no vale pervertir el papel del Ministerio de Defensa y seguir alimentando las “puertas giratorias”, tanto para militares como para civiles, por mucho que sea el interés en garantizar la viabilidad económica de unas empresas en su inmensa mayoría de titularidad privada. Y lo mismo cabe decir de seguir exportando material sin apenas límites, desentendiéndose de su destino aunque se sepa que con él se van a cometer delitos y abusos contra el derecho internacional.
Actuar así puede suponer algún beneficio inmediato, sobre todo para unas empresas que, equivocadamente, siguen prefiriendo el silencio ante una opinión pública que exige transparencia, como si su actividad fuera por definición vergonzosa e imposible de explicar a una sociedad madura. Pero termina por perjudicar los verdaderos intereses de España, no solo por quedar retratada como incoherente en su política exterior, apostando por intereses crudos y despreciando valores y principios que dice defender, sino también porque nos convierte en objetivos directos de actores violentos que no pierden de vista nuestro apoyo a impresentables.
FOTOGRAFÍA: Román Ríos (EFE)