Rusia mueve sus piezas en Oriente Medio
(Para Radio Nederland)
Por si aún fueran pocos los obstáculos que deben ser superados para que lo inicialmente acordado en Annapolis entre palestinos e israelíes llegue a ser algún día una salida al largo túnel en el que ambos están sumidos, ahora Moscú se suma a la lista con sibilino cálculo estratégico.
Rusia ha vuelto a poner en juego su capacidad diplomática en la región con una sabia mezcla de gestos y acciones que cabe interpretar inicialmente como una colaboración ¿desinteresada? a favor de la administración estadounidense. Así, se ha ocupado de convencer al régimen sirio de que acudiera a la sobredimensionada reunión promovida por un George W. Bush, al que es difícil ver como un sincero y equilibrado promotor de paz en Oriente Próximo. Aunque la representación siria ha sido de menor nivel, su mera asistencia- al igual que la de los demás figurantes árabes en el encuentro- ha sido presentada por Washington como una señal de su propia capacidad mediadora y de la validez de su unilateral (¿dónde ha estado el Cuarteto?) iniciativa diplomática.
Igualmente, Putin ha movilizado a su viceministro de exteriores, Alexander Sultanov, para que promueva un acercamiento en el marco sirio-israelí, con los Altos del Golán como tema principal. El pasado día 29 el periódico israelí Maariv daba a conocer la visión rusa de un futuro acuerdo de paz que garantizaría la soberanía siria sobre los Altos (ocupados por la fuerza desde 1967 y trufados de asentamientos israelíes protegidos por sus fuerzas armadas), aunque concediendo a Israel una especie de «leasing» durante un periodo todavía por definir. De este modo parecería que Moscú contribuye a resolver, en paralelo al esfuerzo estadounidense en el estricto marco palestino-israelí, uno de los temas más delicados de la agenda regional.
En esa misma línea, Moscú se ha preocupado de mantener abiertos canales de contacto con el Movimiento de Resistencia Islámica Hamas, invitando a la capital a sus máximos dirigentes, en un aparente ejercicio para evitar que se descuelguen definitivamente hacia la violencia. Incluso, en esa misma senda, habría logrado disuadir a Damasco de que llevara adelante su idea de convocar una contra-reunión, a la que asistirían los grupos palestinos opositores a la Autoridad Palestina, en una demostración de fuerza y de rechazo a lo que un debilitado Mahmud Abbas pudiera acordar con el no menos frágil Ehud Olmert.
Todos estos movimientos, sin embargo, ofrecen una segunda lectura que conviene considerar en otra clave. Tras quince años de debilitamiento progresivo, desde la implosión de la Unión Soviética, Rusia está dando señales de que ha tocado fondo y está ya en condiciones de volver a reclamar un espacio propio en el escenario mundial, y de forma más obvia en su «near abroad». Desde esta perspectiva, intenta, por un lado, mostrarse como un actor relevante a escala internacional, con capacidad para influir en las agendas de otros actores (por ejemplo, en Oriente Medio) y para ser reconocido como alguien con quien hay que contar necesariamente en la gestión de los asuntos planetarios. Por otro, procura consolidar su control de la esfera de influencia más próxima a sus propias fronteras, tratando de desembarazarse de la presión que otros (especialmente Estados Unidos) viene ejerciendo tanto en la Europa Oriental como en el Cáucaso o en el Asia Central.
Visto así, lo que Moscú hace en relación al tema árabe-israelí es, más bien, asegurarse una presencia permanente en los asuntos regionales y una posición de relevancia (incluso lanzando la idea de convocar una conferencia internacional de seguimiento a la de Annapolis, con el tema sirio-israelí como asunto principal). Con ello, pretende ganar peso internacional como un mediador con el que obligatoriamente hay que contar. Pero, asimismo, se empeña en poner piedras en las ruedas de la agenda estadounidense, al incluir temas no deseados por Washington (no sólo el sirio, sino sobre todo el de Hamas, un actor al que ni estadounidenses, ni israelíes, ni palestinos (los que se agolpan en torno a Abbas) quieren dar cancha alguna en el futuro de la zona).
De igual manera cabe descifrar la noticia de que los inspectores de la Agencia Internacional de la Energía Atómica se encuentran ya en Novosibirsk para certificar el embalaje del combustible nuclear que debe alimentar la central nuclear iraní de Bushehr. Moscú no desea un Irán dotado de armas nucleares y ha estado jugando desde hace años (el proyecto de construcción del reactor se inició en 1995, con idea de finalizar en 1999, y desde finales de 2004 ya puede considerarse que el trabajo esencial esta terminado) a agotar la paciencia iraní, al tiempo que su posición como constructor y suministrador principal le daba, otra vez, mayor peso internacional para regular el ritmo de la crisis que se ha ido desarrollando en estos últimos años.
Con todo esto Moscú pretende lograr no sólo ser visto como un actor imprescindible en la gestión y resolucíón del problema regional, sino también mantener ese mismo problema irresuelto por tiempo indefinido. Para Moscú el temor, en última instancia, es que si se soluciona el conflicto que enfrenta a árabes e israelíes y si llega a haber un entendimiento entre Washington y Teherán sobre Iraq (y hay señales de que eso está ya dibujándose en el horizonte), Washington estará en condiciones de reordenar sus fuerzas para aumentar la presión sobre Rusia y sus vecinos. Un panorama indeseable.