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África más allá de la crisis: la estabilización del continente

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Capítulo para la publicación La agenda africana de desarrollo: el papel de España y la Unión Europea. Documento de trabajo nº48 de la serie de publicaciones de Fundación Carolina – Cealci.

 

El ciudadano occidental medio puede comprobar a diario que, a pesar de vivir en un mundo globalizado en el que todos los asuntos nos afectan, África sigue sin existir en los medios de comunicación a los que suele acceder. Y cuando raramente aparece en ellos, es, en una abrumadora mayoría de los casos, ligada a desastres, sean estos naturales o derivados de un comportamiento humano violento, discriminador o abusivo.

Esta realidad provoca, por un lado, un alto grado de ignorancia sobre lo que allí sucede, equivocadamente convencidos de que podemos vivir al margen de lo que le ocurre a unos 900 millones de personas de lenguas, etnias y creencias religiosas muy diversas. Por otro, contribuye a la permanencia de unos estereotipos negativos totalmente desactualizados, instalados en el imaginario colectivo occidental desde la época de la colonización. Salvo excepciones, todavía hoy es mayoritaria la preferencia por seguir alimentando una visión caricaturizada en términos de una cierta incapacidad intelectual –apenas compensada por una supuesta exuberancia física–, infantilismo y salvajismo, que explicarían por sí mismas la falta de desarrollo y el alto nivel de violencia que caracterizan a un continente tan diverso como marginado.

A partir de esa consideración elemental, las páginas que siguen pretenden contribuir mínimamente a que se produzca un cambio en la percepción que, desde Occidente, tenemos sobre una realidad tan próxima, pero tan lejana al mismo tiempo. Para ello, y en primer lugar, se aborda un análisis de los fundamentos de un viejo juego que las potencias occidentales han diseñado específicamente a partir de la descolonización de África. Es un esquema que, en sus rasgos principales sigue vigente hasta nuestros días, con el objetivo central de asegurar nuestros intereses a lo largo y ancho del continente. A este objetivo se ha subordinado cualquier otro, en un afán innegable de control de sus valiosos recursos naturales, hoy reverdecido ante la apuesta que nuevos actores emergentes plantean en este mismo escenario. En segundo lugar, y desde una perspectiva de paz y seguridad, se trata de analizar lo que la Unión Europea hace y puede/debe hacer en África, en competencia con otros actores, y ante la constatación básica de que el modelo de relaciones implementado hasta ahora solo ha logrado, mal que bien, asegurar los privilegios y beneficios de los más poderosos a costa de la marginación y sufrimiento de la inmensa mayoría de la población africana. Las limitaciones de dicho modelo –con su acumulado balance de corrupción generalizada, ineficiencia estatal, autoritarismo, insoportables déficit democráticos y de derechos humanos…– parecen imponer un cambio. Lo que queda por ver es si se apuesta por “cambiarlo todo, para que todo siga igual” o si se asume la necesidad de reformar en profundidad unos modelos de desarrollo y seguridad que pongan en primer término las necesidades y expectativas de los africanos, en clave de seguridad humana.

I. UN JUEGO MUY VIEJO

Este enfoque, que también gusta de asignar a los africanos la responsabilidad exclusiva de todos los problemas que les afectan, prefiere cerrar los ojos a la corresponsabilidad que les incumbe a los actores externos (no solo en el pasado colonial sino en el presente más inmediato). Desde una perspectiva histórica parece claro que, una vez impelidos a descolonizar, las potencias occidentales han optado por una relación con el vasto territorio africano basada en tres pilares interrelacionados que, a grandes rasgos, se mantienen vigentes: a) la estabilidad a toda costa del continente, orientada a la preservación de los intereses de los actores dominantes (principalmente foráneos, pero también locales); b) la explotación de sus ingentes recursos; y c) la apuesta por gobernantes locales que aseguren los dos pilares anteriores.

I.1. La estabilidad a toda costa

En relación con el primero de los pilares citados, la estabilidad, se acumulan dos errores ya clásicos. En primer lugar, lejos de considerarla como un medio al servicio de un fin superior –el bienestar y la seguridad de los africanos–, se ha convertido en un objetivo en sí mismo, al que se supedita de hecho cualquier otra consideración. Además, se tiende a entenderla en clave estática, confundida con el mantenimiento del statu quo, sin entrar a evaluar si la situación que se pretende conservar es justa y sostenible o si, por el contrario, es el resultado del abuso y en sí misma generadora de exclusión e inseguridad para la mayoría de la población.

Precisamente en este punto se identifica la clave de la labor a desarrollar a favor no tanto de los Estados africanos como de los seres humanos que los habitan. Dicho de otro modo, el mantenimiento de la situación actual de África –en clave de estabilidad estática– no puede ser el objetivo a lograr, puesto que significaría consolidar aún más la enorme brecha de desigualdad que castiga colectivamente a la mayoría de quienes allí malviven, preservando por el contrario los privilegios de unas élites políticas y económicas, bien conectadas con sus interlocutores occidentales y apoyadas por ellos para, conjuntamente, colaborar a la pervivencia sine die del discriminatorio modelo vigente. No puede caber ninguna duda sobre el valor positivo de la estabilidad; pero solo si es asumida en términos dinámicos para lograr a través de las necesarias reformas, como fin último, una estabilidad estructural que solo se puede dar por alcanzada cuando se logre garantizar el bienestar y la seguridad de todos los africanos. Este objetivo solo puede lograrse a largo plazo, con un esfuerzo sostenido conjuntamente por los actores locales y exteriores, procurando la satisfacción de las necesidades básicas del conjunto de la población y la garantía de seguridad para cada uno de ellos.

El pivote fundamental de este empeño es la apuesta por el desarrollo en su triple vertiente, social –evitando la exclusión, marginación, discriminación o vulnerabilidad de personas o grupos dentro de un mismo territorio, sea por cuestiones étnicas, religiosas o de cualquier otro tipo–, política, –permitiendo que cada individuo pueda elegir libremente a sus representantes y ser elegido como representante de otros–y económica –procurando la satisfacción de las necesidades más elementales, el funcionamiento de los servicios públicos básicos y la integración en el mercado laboral y en los circuitos comerciales y financieros internacionales–. Nada de esto puede alcanzarse si no existe un Estado que funcione –en muchos rincones de África, en contra de lo que propone el discurso neoliberal dominante, lo que se necesita es, precisamente, más Estado y no menos– y una sociedad civil fuerte y autónoma, todo ello en enmarco de legitimidad y legalidad propio de un Estado de derecho.

Es prioritario, por tanto, entender que la estabilidad no significa ni volver a ningún tiempo pasado paradisíaco –inexistente, por otro lado– ni congelarlo, como si la situación actual fuera la realmente deseable. Tampoco sirve imponerla a través de sistemas totalitarios, represivos y contrarios a la voluntad popular, anulando por la fuerza la emergencia de sensibilidades sociopolíticas distintas a las del poder, en contextos que acaban por convertir a los detentadores de ese poder estatal en los principales violadores de los derechos humanos de sus ciudadanos. Aunque ese esquema haya sido el imperante hasta aquí, y sea el preferido de un muy reducido (pero aún poderoso) número de actores, el conjunto de los africanos aspira a un futuro mejor que pasa, inevitablemente, por la profunda reforma de sus actuales modelos sociales, políticos y económicos.

En ese loable intento, quienes solo podemos considerarnos observadores interesados debemos entender que el protagonismo fundamental de la tarea recae en los actores locales. Son ellos los que deben liderar la estrategia de salida. Al resto –Unión Europea incluida– solo nos corresponde complementar el esfuerzo, sin dejarnos vencer por una visión cortoplacista que siga pensando que el actual statu quo es beneficioso para nuestros intereses y que, por tanto, interprete que cualquier alteración de la situación de partida es, por definición, una mala noticia. Es preciso comprender, en consecuencia, que la verdadera estabilidad de un territorio es la que deriva del convencimiento de quienes lo habitan para preservar lo que tienen y para mejorar sus modelos de convivencia y de resolución pacífica de sus diferencias. Es ésa la estabilidad a la que se debe aspirar, en un proceso que, en lugar de inclinarse por consideraciones geopolíticas y geoeconómicas, opte por la seguridad humana, el imperio de la ley y el pleno respeto a los derechos humanos como guías de actuación.

Asumir esa visión supone, asimismo, ir más allá de la mera gestión de los problemas para aspirar a su resolución. El primer enfoque, que ha sido el preferido hasta hoy, únicamente se interesa por establecer “cordones sanitarios” que encapsulen los problemas africanos, en un intento (cada vez más baldío) de mantenernos a salvo de lo que allí ocurre. En línea con este planteamiento, de carácter netamente reactivo, solo se actúa ante estallidos de violencia o ante sucesos que puedan poner en cuestión los intereses realmente prioritarios (al tiempo que se mantienen los mecanismos paliativos clásicos, con la cooperación al desarrollo como el más señalado). En todo caso, esa fórmula solo busca volver a la situación de partida, sin aspirar en ningún caso a analizar las causas profundas que hayan generado el problema y, mucho menos, a potenciar verdaderas soluciones estructurales.

Es, por tanto, el segundo enfoque (el de la resolución de los problemas) el que debe orientar la respuesta, entendiendo la necesidad de eliminar las causas profundas que terminan por provocar el estallido violento en sociedades sin suficientes mecanismos de mediación, negociación y resolución pacífica de las controversias. Lo prioritario en este terreno, desde una óptica esencialmente preventiva, es reducir drásticamente las brechas de exclusión- sociales, políticas y económicas- que posibilitan el caldo de cultivo en el que germina la violencia. Todo ello sin olvidar, lógicamente, la necesidad de cerrar definitivamente los conflictos violentos que salpican hoy al continente, procurando poner en marcha programas de reconstrucción posbélica que impidan su recaída a corto plazo. Hoy por hoy sigue siendo ésta una asignatura pendiente en la mayoría de las sociedades africanas; pero aun reconociendo la complejidad de su implementación, no puede caber duda alguna sobre su idoneidad para impulsar esfuerzos prolongados y simultáneos en el terreno del desarrollo y de la seguridad.

I.2. La explotación de recursos

El juego es tan viejo como bien documentado. La gran diversidad y volumen de recursos naturales africanos, vitales para el desarrollo económico mundial, ha estimulado desde hace mucho tiempo la codicia por su posesión. Si primero las principales potencias mundiales pudieron hacerlo de manera directa –a lo largo de una etapa de colonización que aún hoy levanta lógicos resquemores y que ha dejado una profunda huella en buena parte de los 54 países africanos–, hubo que pasar posteriormente a otros mecanismos que asegurasen su control. Para ello se optó por una estrategia, ensayada con notable éxito en otras latitudes como en el mundo árabo- musulmán, consistente en una división territorial que, sin tener para nada en cuenta los deseos de las poblaciones locales, generó el actual rompecabezas africano, fragmentado y artificial, obligando a vivir juntos a comunidades que no tenían ningún deseo de hacerlo.

Sirva Sudán a modo de ejemplo actual sobre las consecuencias de decisiones adoptadas desde el exterior (en este caso por parte de Londres, como hegemón mundial en aquella época). Cuando hoy el país más extenso de África está a punto de la ruptura interesa recordar que fue Gran Bretaña quien decidió, a la finalización de la II Guerra Mundial, unir bajo una única autoridad a dos comunidades –árabe y musulmana en el norte, y negra y cristiana/animista en el sur– en función de sus propios cálculos geoestratégicos. Aunque ya desde su independencia, en 1956, se hizo evidente el abierto deseo del sur por liberarse del dominio del norte y seguir su propio camino, hemos asistido a un proceso de creciente violencia que no solo no ha solucionado ninguno de los problemas de partida, sino que ha añadido otros nuevos que auguran más inestabilidad y más sufrimiento para quienes habitan la región.

Por un lado, con decisiones de este tipo se lograba la debilidad estructural de cualquiera de los Estados resultantes. Sus disensiones internas (cuando no la rivalidad frontal) aseguraban un cuasi permanente estado de violencia, más o menos larvada o abierta, que no hacía más que empequeñecer a los diferentes grupos enfrentados. Se evitaba así que pudiera surgir un actor lo suficientemente poderoso como para cuestionar las reglas de juego impuestas desde el exterior en el arranque de la independencia, con una división internacional del trabajo que garantizaba la subordinación de los nuevos Estados africanos a los intereses internacionales. Por otro, facilitaba el permanente dominio exterior de las antiguas metrópolis sobre sus antiguas colonias e incluso la injerencia directa cuando, en un clásico comportamiento paternalista, se consideraba que era necesaria la intervención directa (incluyendo los medios militares) para pacificar el territorio y apaciguar o eliminar a los violentos.

En este contexto, no puede extrañar que los intereses, deseos, necesidades o expectativas de la población africana no fueran tenidos en cuenta, por cuanto eran consideraciones de otro orden las que guiaban la aproximación foránea a África. Aunque el discurso (tan formalista como vacío de contenido real) ha manoseado constantemente los derechos humanos y la dignidad del individuo, como supuestas premisas básicas de la política exterior y de las relaciones económicas con el continente, se han acumulado desde hace décadas pruebas sobradas de la hipocresía con la que se han valorado estas cuestiones en comparación con las de índole económica o geopolítica.

En la actualidad, con el añadido del creciente interés mostrado por nuevos actores internacionales (con China e India en posiciones destacadas), asistimos a una renovada competencia por el control de mercados y de fuentes de suministro africanos. Desgraciadamente, nada indica que en esta nueva etapa los intereses de la ciudadanía africana vayan a ser tomados en mayor consideración de lo ocurrido hasta ahora. Por el contrario, mientras los tradicionales actores occidentales critican –con razón– a los recién llegados a África por su desatención a los derechos humanos o a la promoción de los valores democráticos, no puede decirse que realmente los primeros estén tomando demasiado en serio sus propios argumentos en este terreno (como se recoge en el apartado siguiente). Desde la dominante visión mercantilista de nuestros días, África continúa siendo sobre todo un rico reservorio de recursos naturales de todo tipo. Esto implica que tanto las principales potencias como los actores emergentes de este nuevo siglo parecen dispuestos a seguir luchando por su control, sin que consideraciones éticas, morales o de simple justicia social parezcan frenos suficientes para reducir su codicia.

I.3. La apuesta por los gobernantes.

locales sumisos Dada la evidente dificultad para gestionar desde fuera los asuntos públicos y privados de un continente de más de 30 millones de kilómetros cuadrados, se impuso desde el principio de su independencia la necesidad de contar con actores locales intermediarios que sirvieran, sobre el terreno, al ejercicio de control global de estos apetecidos territorios. A esto se unía, en el marco definido por la confrontación bipolar propia de la Guerra Fría, la conveniencia por contar con aliados propios que neutralizaran los movimientos del adversario (fuera este, Estados Unidos o la Unión Soviética). En términos ajedrecistas, se trataba de controlar o capturar nuevas casillas del tablero, no siempre por el valor intrínseco que éstas pudiera tener, sino únicamente para evitar que el adversario pudiera hacerse con alguna de ellas.

A partir de estos presupuestos puede entenderse mejor que la vara de medida para identificar a esos aliados locales nunca haya sido su calidad democrática o su sinceridad a la hora de promover un auténtico Estado de derecho. Lo que realmente ha contado en la práctica totalidad de los casos ha sido, llanamente, el grado de sumisión de esos actores locales a los dictados de sus patrones foráneos, en prosecución mutuamente beneficiosa del mantenimiento de una estabilidad que garantizase la conservación de sus respectivos privilegios.

En síntesis, el juego destaca por su simplicidad, dado que todo se resume en dos reglas. La primera consiste en buscar –unas veces apoyando a quien se convierta, por la vía que sea, en la autoridad fáctica del territorio, y otras imponiéndolo directamente– un interlocutor local que acepte su lugar subordinado en el juego. Se le garantiza a cambio el apoyo (económico, político y militar) necesario para asentar su poder y el goce de significativos beneficios en la explotación de las riquezas nacionales. La segunda se traduce en asegurar su capacidad para mantener la estabilidad del territorio nacional, demandándole la suficiente voluntad para erradicar toda oposición o disidencia que pretenda modificar el statu quo imperante. En esa línea, no suele haber reparos en justificar sus violaciones de los derechos de sus propios ciudadanos y en dotarlo de la capacidad represiva que se considere necesaria.

Para quienes han venido defendiendo este modelo de relaciones a lo largo de las últimas décadas, incluso los puntuales ejercicios de apertura y reforma liderados por algunos gobernantes locales han sido vistos normalmente con recelo. Quienes se han atrevido a cuestionar el statu quo que los identificaba como actores subordinados, o quienes han apostado por reformas profundas de los imperfectos modelos heredados de la colonización, han sido percibidos en primera instancia como desestabilizadores y, por tanto, como un peligro que era necesario neutralizar o eliminar. Por otra parte, aun asumiendo que el desarrollo global es un camino deseable para toda sociedad, su implementación puede resultar indeseable para los que prefieren el statu quo vigente, aunque solo sea por el temor a que se desencadenen procesos de cambio que pongan en cuestión unos privilegios de partida que se pretende mantener ad infinitum. De este modo, se comprende la frecuente inclinación de los gobernantes locales (con el consentimiento pasivo o activo de sus aliados internacionales) a abortar verdaderos procesos de reforma estructural, en la medida en que ninguno de ellos desea verse expuesto a la incertidumbre que siempre supone controlar el resultado de un proceso que permita la emergencia de nuevos actores, con demandas que quizás no se acomoden a las dominantes hasta ese momento.

Son muchos los ejemplos que en África responden a este esquema de dominio por control remoto. Como consecuencia de ello, los gobiernos africanos han acumulado un alto grado de corrupción e ineficiencia, al tiempo que han despilfarrado su legitimidad a los ojos de una población que ha sido crecientemente excluida de los beneficios derivados de la explotación de los ingentes recursos nacionales. Aunque nunca pueden olvidarse las excepciones democratizadoras, ésta ha sido la regla general de un continente que no por casualidad ocupa los lugares de cola en niveles de desarrollo y seguridad a escala planetaria. Es aquí donde se concentra el mayor número de conflictos, el de Estados frágiles o fallidos, el de personas que viven por debajo de la línea de pobreza… Y todo ello no como referencia a un pasado ya felizmente superado, sino a un presente oscuro y a un futuro inmediato no menos inquietante.

II. EL PAPEL DE LA UNIÓN EUROPEA

Si nos dejamos llevar por las imágenes habituales, la crisis aparece automáticamente como un concepto asociado desde siempre a África. Aunque en otros casos esa palabra se prefiera interpretar como una oportunidad y ventaja para el cambio, en lo que corresponde a África es inmediato constatar que la lectura que se impone es la que lo interpreta negativamente como peligro o amenaza. Como no podía ser de otro modo, una lectura coyuntural de la situación africana presenta hoy claroscuros en todos los ámbitos, lo que permite emitir, al gusto de cada uno, tanto un juicio esperanzador sobre su presente y futuro como otro plenamente frustrante. A modo de ejemplo, basta recoger los siguientes:

• La crisis económica mundial está golpeando en menor medida a África que a otros continentes. Con ser esto cierto, no puede evitarse la sensación de que ese juicio únicamente indica que el continente está menos integrado en la economía globalizada. Cabe añadir, además, que la crisis no ha terminado y que, en su previsible desarrollo, es fácil pronosticar que acabará por llegar a la periferia del sistema (en la que África está ubicada). Por último, aunque cabría alegrarse en principio de que esto haya sido así, nada puede hacer olvidar que la situación de partida es tan negativa en términos microeconómicos que probablemente el continente no podría soportar un nuevo impacto sin degenerar en un colapso generalizado.

• A semejanza del lema electoral del hoy presidente de Estados Unidos, se ha presentado el campeonato mundial de futbol organizado por Sudáfrica el pasado verano como una señal inequívoca de que “África puede”. Este apresurado juicio parece olvidar que Sudáfrica es, desde hace mucho tiempo, una isla en el continente y que, por desgracia, ni siquiera hoy puede darse por garantizado que el sueño de Nelson Mandela esté vigente en ese país.

• El proceso de integración regional sigue adelante. Para atestiguarlo debería bastar con señalar que la Unión Africana (UA) celebró en Uganda (Kampala, 25/27 de julio de 2010) su XV Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno. En todo caso, si se atiende a sus conclusiones, resulta más difícil sostener ese aserto. En esencia, más allá de condenar el atentado que el grupo terrorista somalí Al Shabab había cometido recientemente en la propia capital ugandesa(1), la UA volvió amostrar sus limitaciones para asumir en primera persona las tareas de paz y seguridad en el continente. Frente a una petición inicial para añadir unos 14.000 efectivos militares para reforzar a la muy limitada AMISOM(2), en la Cumbre solo fue posible acordar el envío adicional de 4.000 soldados, aún pendientes de ser desplegados, todo ello sin modificar (como también se demandaba) el mandato de la misión.

•Más allá del debate sobre el grado de deterioro o mejora de la situación de seguridad del continente, es elemental entender que no hay ninguna amenaza a la paz que no tenga su plasmación concreta en alguno de sus rincones. Desde guerras abiertas a focos de terrorismo, pasando por los efectosmás negativos del imparable cambio climático, sin olvidar los provocados por las pandemias, los flujos descontrolados de población, los comercios ilícitos, el crimen organizado, la exclusión, el hambre…

• A pesar del riesgo que tiene singularizar un panorama general tan repleto de amenazas y riesgos para la paz y la seguridad del continente en un solo factor, se impone la evidencia de que la pobreza es la principal de esas amenazas. Los datos no ofrecen dudas sobre la crudeza de la situación, con más del 50%de la población africana viviendo por debajo de la línea de pobreza y con las dos terceras partes de todos los países que la ONU identifica como menos desarrollados ubicados en África. Sin caer en el simplismo de considerar que la pobreza es en sí misma sinónimo de violencia, es elemental entender que la reducción o eliminación de las enormes bolsas de exclusión(la pobreza no es más que la modalidad económica de este problema) debe ser la principal prioridad de cualquier estrategia de construcción de la paz en el continente.

Para la Unión Europea (UE), que pretende ser percibida como un actor de envergadura mundial, lo que ocurre en África no puede ser, desde ningún punto de vista, ajeno ni irrelevante. Y esto es así no solo por lo ocurrido en el pasado –experiencia colonial incluida– sino por elementales consideraciones de hoy y de mañana. Tal como recoge el título de su Estrategia Europea de Seguridad(3), la UE entiende que su propia seguridad pasa inexorablemente por su activa contribución a “un mundo mejor”. Así, en esenismo documento, cuando se hace referencia a los objetivos estratégicos que los Veintisiete han logrado consensuar, se habla de hacer frente a las amenazas, tanto las cercanas como las lejanas, y de crear seguridad en los países vecinos. Todo ello como reflejo de la imposibilidad de garantizar la seguridad propia sin atender a lo que ocurre más allá de las fronteras de la Unión, dada la interrelación planetaria en la que estamos inmersos.

Hoy, más que nunca, somos conscientes de que ya se han borrado definitivamente la frontera entre la seguridad interior y la exterior y de que, igualmente, los intereses propios ya no se defienden prioritariamente en los límites geográficos de cada Estado sino en el complejo campo de juego mundial. A partir de la convicción de que ningún Estado del planeta dispone de las capacidades suficientes para enfrentarse con ciertas garantías de éxito a las amenazas que le afectan, se impone la necesidad de articular respuestas multilaterales que sumen voluntades a un esfuerzo común. Del mismo modo se va imponiendo la idea de que el desarrollo y la seguridad son dos caras indisociables de la misma moneda, de tal forma que ni puede haber desarrollo sin seguridad ni viceversa. Así entendido, la UE –que en sí misma es el mejor ejemplo de la respuesta multilateral a las amenazas y de la prevención de conflictos violentos– tiene mucho que aportar a sus vecinos africanos como complemento al esfuerzo principal que éstos deben liderar. En todo caso, y visto en perspectiva, el proceso de relaciones entre ambos es todavía muy parco en resultados. Lastrado durante mucho tiempo por los sinsabores de la etapa colonial y por la aplicación de las reglas de la Guerra Fría –que apenas tomaba en consideración a África, salvo para seguir explotando sus recursos y para evitar que Moscú pudiera adquirir posiciones de ventaja geopolítica– la única referencia reseñable era la del Convenio de Lomé(4) (sustituido, a partir de 2000, por el Convenio de Cotonú(5)). En este amplio marco, vigente entre 1975 y 2000 –que integraba a 46 países africanos, a los que sumaban los del Caribe y los del Pacífico, hasta totalizar 71 beneficiarios–, se regulaban las relaciones comerciales y de cooperación entre ambas partes. Por un lado, se permitía que los principales productos agrícolas y mineros de estos países pudiesen entrar en la UE sin aranceles y, por otro, se creaban dos instrumentos de compensación por las pérdidas que pudieran sufrir estos exportadores por variaciones bruscas en los precios de dichos productos. Al igual que ocurría con el esquema de relaciones que, en paralelo, Bruselas había formalizado con los entonces denominados Países Terceros Mediterráneos(6), en esencia, se trataba de un instrumento de carácter comercial, con una cierta dosis de cooperación al desarrollo, pero desconectada de la agenda de seguridad y sin posibilidades de impulsar a ninguno de los países beneficiarios hacia un nivel de desarrollo sólido.

II.1. Punto de arranque (2000-2007)

No fue hasta el año 2000 cuando la UE modificó su aproximación compartimentada al continente –con los países del Norte de África enmarcados en la Asociación Euro- Mediterránea y el resto en el entonces naciente Convenio de Cotonú– para establecer una estrategia de carácter omnicomprensivo. Resultado de ello fue la celebración de la primera Cumbre UE-África, convocada en El Cairo en marzo de ese mismo año. Tomada como punto de arranque de una nueva etapa en la que se procuró, desde el principio, impulsar simultáneamente el desarrollo global y la seguridad, la UE mostró un claro apoyo tanto a la iniciativa de Nueva Asociación para el Desarrollo de África (NEPAD)(7 )como a la entonces flamante Unión Africana(8).

Cabe recordar en este punto que la UA nació con un claro enfoque de paz y seguridad basado en tres principios: a) la apuesta por la unidad africana; b) el compromiso unánime sobre la promoción de la gobernabilidad democrática como base fundamental para la paz y la seguridad del continente; y c) “soluciones africanas para problemas africanos”, con la idea de asumir el protagonismo en la respuesta común a los problemas generados entre los miembros de la UA (sin descartar la injerencia en asuntos internos en determinados casos). En una fase posterior, la Unión Europea creó, en 2003, la Facilidad de la Paz para África (FPA), financiada inicialmente con 440 millones de euros en el marco del 9º Fondo Europeo para el Desarrollo (FED, 2002-2007), con la intención de ayudar a la UA –que había puesto en marcha, en diciembre de ese mismo año, su Consejo de Paz y Seguridad– a dotarse de medios en este terreno. Aunque posteriormente, en el 10º FED (2008-2013), los fondos se redujeron hasta los 300 millones de euros, más que resaltar esa evolución negativa tiene más sentido subrayar que la capacidad de absorción de la propia UA para aprovechar este instrumento financiero sigue siendo aún hoy muy limitada. En concreto, de los 92 millones de euros que el 9º y 10º FED otorgaban para generación de capacidades, la UA solo ha usado el 16%en el marco de la Arquitectura para la Paz y Seguridad de África (a la que se hace referencia más adelante en este mismo texto).

La FPA no puede financiar costes de los efectivos militares o de adquisición de armas, pero sirve para cubrir gastos logísticos, de planificación y de gestión presupuestaria. En esencia, se estableció como un complemento al impulso de la UA por dotarse de medios propios con los que poder mejorar el clima de inseguridad e inestabilidad generalizada que caracteriza al continente. En ese sentido, apuesta por el protagonismo africano –como queda de manifiesto en misiones como AMIB (Burundi, abril de 2003), AMIS (Sudán, julio de 2004) y AMISOM (Somalia, enero de 2007)–, todas ellas aprobadas y lideradas por la UA. En todo caso, el apoyo operativo e institucional que presta la Unión Europea en este campo no se limita a las operaciones africanas de paz sino que también aspira a reforzar a largo plazo las capacidades de la UA y de las ocho iniciativas subregionales ya existentes(9).

Adicionalmente, la UE ha optado en diferentes ocasiones por implicarse directamente en el territorio africano, desplegando sus capacidades militares al servicio de la paz y la seguridad de diversos países. El punto de arranque suele establecerse en agosto de 2003, con ocasión del despliegue de la Operación Artemis que, bajo el liderazgo francés, llevó a cabo en Bunia (República Democrática del Congo) tareas de apoyo a la misión de la ONU en el país, al tiempo que procuraba mejorar la situación de seguridad y permitir la acción humanitaria. Almagren del juicio que merezca la activación, por primera vez, de una misión militar exclusivamente bajo mando de la UE, interesa destacar aquí que se desperdició la posibilidad de hacerlo en colaboración con la recién creada UA. A esta operación siguieron otras como EUSEC/ EUROPOL (República Democrática del Congo, 2005), de carácter netamente policial y judicial.

De lo ocurrido en este período se deduce un cambio de actitud por parte de Bruselas, en consonancia con el que estaba teniendo lugar en el seno de la UA, para contribuir a que sean los propios africanos los que se encarguen en primera instancia de resolver sus propios problemas. Queda para el debate dilucidar si este giro se debió más a un sincero interés por evitar posibles acusaciones de neocolonialismo o, por el contrario, a un intento por traspasar a otros esa responsabilidad ante la falta de voluntad en los gobiernos comunitarios por implicar directamente a sus propios soldados en escenarios lejanos. A ese posible debate puede añadírsele la evaluación sobre el volumen del esfuerzo presupuestario realizado, cuando se verifica que a lo largo de esos años no se ha logrado eliminar ninguno de los focos de violencia estructural abiertos en el continente ni se ha producido el acceso de ninguno de los miembros de la UA al restringido club de los países desarrollados. En todo caso, como balance provisional, cabe decir que, una vez más, hay un notable desfase entre lo que se formulaba como objetivos deseables (con compromisos más o menos formales que debían materializarse a corto plazo) y lo que efectivamente se ha plasmado en hechos. A riesgo de repetir lo ya manifestado en otros casos, también aquí hay que decir que las responsabilidades han estado repartidas entre la UE y la UA.

II.2. Salto cualitativo

 (Lisboa, 8/9 de diciembre de 2007)

Como desembocadura lógica del camino recorrido desde 2000, Lisboa sirvió de marco para la celebración de la II Cumbre UE-África. En ese encuentro se decidió la puesta en marcha de la Estrategia Común UE-África que persigue establecer una relación entre iguales –rompiendo el esquema de donante/receptor– en torno a ocho asociaciones temáticas:

• Paz y seguridad.

• Gobernanza democrática y derechos humanos.

• Comercio, integración regional e infraestructuras.

• Objetivos de Desarrollo del Milenio.

• Energía.

• Cambio climático.

• Migraciones, movilidad y empleo.

• Ciencia, sociedad de la información y espacio.

Aunque sea la primera de ellas la que destaca por su importancia a los efectos de lo analizado en estas páginas, es inmediato deducir que muchas de las otras también están conectadas con la estabilidad y seguridad del continente. En referencia más explícita a los temas de paz y seguridad, Lisboa supone una mayor implicación de los Veintisiete con la Arquitectura para la Paz y Seguridad de África (APSA), una ambiciosa aspiración ya formulada por la UA desde el arranque de su Consejo de Paz y Seguridad y en la que la UE se implica sobre la base de un diálogo sobre retos comunes (a partir de una reconocida interdependencia en todos los terrenos) y la voluntad de lograr su pronta implementación garantizando un marco presupuestario creíble para ello.

La APSA define el marco de prevención, gestión y resolución de conflictos violentos en el continente. Se estructura en un órgano decisorio (Consejo de Paz y Seguridad), un servicio de información e inteligencia (Sistema de Alerta Temprana Continental), un brazo armado (Fuerza Africana de Reserva (FAR) y Comité de Estado Mayor Militar), un órgano consultor y de mediación (Panel de Sabios) y un presupuesto propio (Fondo de Paz).

Como uno de los componentes más simbólicos del compromiso comunitario con sus socios africanos se anunciaba que, ya en 2010, debería lograrse la consolidación de la Fuerza Africana de Reserva (African Stand-by Force), como el brazo armado del Consejo de Paz y Seguridad de la UA. La FAR es un instrumento militar concebido para disponer de cinco brigadas permanentes(10), cada una ubicada (con su propio cuartel general e instalaciones) en una de las cinco regiones en las que se divide el continente a estos efectos), y con una alta disponibilidad para el despliegue inmediato (de catorce a treinta días después de que se tome la decisión) en distintas operaciones de paz.

Mientras tanto, la Unión Europea ha seguido adelante con la activación de sus propias misiones –como EUSSR Guinea-Bissau (2008), EUNAV-FOR Atalanta (Somalia, 2008) o EUFOR Tchad/RCA (2008)– en las que apenas se ha contado con la Unión Africana como socio en pie de igualdad.

Este período se ha cerrado con la III Cumbre UE-África, celebrada en Trípoli los días 29 y 30 de noviembre de 2010. A pesar de que en ella se puso de manifiesto, una vez más, la existencia de relevantes discrepancias internas, fue posible aprobar el II Plan de Acción (2011-13)(11) y renovar el compromiso (político y presupuestario) de Bruselas en temas de paz y seguridad, en el marco de la APSA, especialmente en referencia a: prevención de conflictos, formación y capacitación de la FAR y reconstrucción posbélica. El cierre de esta cita sirve para volver a mostrar la decepción que supone el hecho de que –a pesar del acuerdo unánime en que la pobreza es el primer problema del continente y que, en clave de paz y seguridad, su erradicación debe ser una prioridad central– siga sin existir una asociación temática en el marco de la Estrategia Conjunta que aborde en primer término su resolución. Lo mismo cabría decir, por su inmediata cercanía a este problema, de otras asociaciones para lograr avances sustanciales en los sistemas de educación y en la lucha contra el hambre y las pandemias que afectan a un importante número de africanos.

III. A MODO DE REMATE PROVISIONAL

A pesar de las reiteradas declaraciones de intenciones, tanto de la UA como de la UE, sobre la conveniencia y la perentoria necesidad de contar con una APSA totalmente operativa, la realidad muestra que no ha sido posible superar los numerosos obstáculos que todavía lastran su desarrollo. Por mencionar solo algunos, queda por crear un verdadero sentimiento de integración africana que supere la barrera que separa a los norteafricanos de los subsaharianos, encaminados durante mucho tiempo por vías divergentes. Lo mismo puede decirse en clave religiosa, cuando se asiste a repetidos choques violentos en los que unos y otros manipulan esas señas de identidad primarias. Tampoco es fácil conjugar las agendas de instituciones subregionales que no quieren diluirse repentinamente en una única dinámica continental, ni los particularismos caudillistas que pretenden liderar el proceso en términos de dominación de unos sobre otros. Por último, aunque a nadie puede escapar su importancia, hay que reconocer que nunca se ha logrado garantizar un presupuesto acorde con las necesidades tantas veces definidas en los sucesivos encuentros oficiales.

Por lo que corresponde más directamente a los Veintisiete no puede olvidarse que –aunque ya haya logrado salir de la parálisis institucional, tras la entrada en vigor del Tratado de Lisboa– la UE sigue todavía sin ser un actor con una voz única en el concierto internacional. Este lastre hipoteca sus propias formulaciones programáticas y explica en buena medida sus deficiencias y limitaciones en la relación con otros actores. Si a esto se añade el impacto de una crisis económica que incluso cuestiona la supervivencia de su propia moneda, no es fácil imaginar cómo va a poder desarrollarse una auténtica Política Común de Seguridad y Defensa, y en qué orden de prioridad quedará África ante el previsible recorte de fondos presupuestarios para materializarla.

Al mismo tiempo conviene recordar que hablamos de marcos de relación intercontinental y de mecanismos creados muy recientemente y, por tanto, con escaso recorrido y con limitada capacidad para vencer inercias históricas muy poderosas que no siempre apuntan al entendimiento sino al resquemor y a la venganza. En esas condiciones es recomendable observar el proceso en marcha con una notable dosis de paciencia, confiando en que termine por imponerse la visión que entiende la interdependencia como un factor de obligado estímulo para la cooperación en todos los órdenes. Por un lado, el panafricanismo es una clave que apenas se remonta a 1990, intentando revertir el efecto pernicioso de la colonización europea y superar el afán de protagonismo de algunos líderes africanos para ser reconocidos como primus inter pares. Por otro, la Unión Europea acaba de atravesar un período crítico para profundizar su modelo de bienestar y seguridad, al tiempo que intenta digerir sin atragantarse la mayor ampliación de su historia, integrando a numerosos países de la Europa central y oriental. En estas condiciones, su vocación exterior (más allá de su carácter de socio comercial y de donante) se ha visto significativamente limitada no solo en África sino en cualquier otro escenario.

Por su parte, como si quisiera evitar cualquier tipo de triunfalismo, 2010 se despide con señales tan preocupantes como las que emiten Nigeria y Costa de Marfil. En el primero, grupos violentos, tanto musulmanes como cristianos, volvían a enfrentarse en la ciudad de Jos, en lo que podrían considerarse réplicas de los choques ocurridos durante las fechas navideñas en la región, con un saldo de unos 40muertos, todo ello en un escenario preelectoral (13 de enero) que apunta a un incremento notable de la violencia. En el segundo, el presidente saliente, Laurent Gbagbo, se resiste violentamente a ceder el paso al vencedor de las elecciones del 28 de noviembre, Alassane Ouattara, lo que ha provocado que la UA haya suspendido a Costa de Marfil como miembro de la organización y que la violencia que se arrastra desde el día de las elecciones amenace con derivar en una reapertura de la guerra civil que sufrió este país en 2002- 2004.Nomenor es la preocupación que deriva del referéndum que Sudán prevé realizar el 9 de enero y, en términos más generales, lo que puedan deparar la veintena de procesos electorales previstos a lo largo de 2011.

Por último, como ha quedado de manifiesto en la reciente Cumbre de Trípoli, la Estrategia Común aprobada en la Cumbre de Lisboa está aún muy lejos de ser operativa. Entre los problemas más señalados que quedan por resolver para impulsar su desarrollo hay que destacar, sin duda, la enorme dificultad que supone encajar las múltiples iniciativas en marcha (desde la Unión por el Mediterráneo hasta el Convenio de Cotonú y las ocho instituciones subregionales ya existentes) y, no menos relevante, el bloqueo en torno a la implementación concreta del II Plan de Acción (tanto por la previsible falta de financiación asegurada para sus distintos componentes como por las abiertas diferencias entre las prioridades que defienden la UE y la UA).

Cabría hablar, todavía hoy, del efecto negativo de un sentimiento de mutua desconfianza entre ambos actores. Por encima de cualquier otra consideración, la Unión Europea sigue percibiendo a África como un problema y/o una amenaza, más que como una oportunidad con destino compartido. La Unión Africana, por su lado, aún ve a la UE como un donante tacaño y presto a imponer normas de condicionalidad (mientras otros, como China, actúan con parámetros menos exigentes y, a corto plazo, más operativos). En estas condiciones resulta muy difícil superar las reticencias y los obstáculos objetivos (tanto políticos como económicos) para manejar la complejidad de unas estructuras institucionales tan complejas y con tan alta diversidad de voces en su seno. A corto plazo queda por ver cómo será el desarrollo del Servicio de Acción Exterior de la UE y si la UA logrará dotarse de capacidades que le permitan (como ya tienen los Veintisiete) controlar las agendas nacionales y subregionales que difícilmente conviven en su seno.

En resumen, la situación actual muestra bien a las claras que la permanencia del modelo histórico de relaciones –tanto internas como regionales o internacionales– no augura una salida esperanzadora para una población que ha sido constantemente marginada. Si, como demuestra la historia reciente del continente, no son consideraciones éticas las que hayan movilizado la necesaria voluntad política para modificar de raíz esos esquemas, debería serlo al menos el puro egoísmo inteligente. Aquel que entiende tanto la imposibilidad del sostenimiento de un modelo desigual e injusto como la creciente interdependencia en un mundo globalizado en el que nuestras necesidades (alimentarias, energéticas…) no podrán ser cubiertas durante mucho más tiempo aplicando la misma fórmula. Lo que, en consecuencia, se plantea como camino no ya prioritario sino radicalmente obligatorio es entender que nuestro desarrollo no puede asentarse en el subdesarrollo de nuestros vecinos y que, igualmente, nuestra seguridad no puede lograrse a costa de la inseguridad de quienes nos rodean.

La estabilización de África es necesaria, pero solo si se entiende como un proceso dinámico. Eso debe traducirse, primero, en un cambio de tendencia con respecto a la situación actual en la que se han acumulado ya demasiadas “décadas perdidas”. Además, debe suponer un cambio de prioridades para colocar por encima no tanto la seguridad de los Estados como la seguridad humana de sus habitantes, atendiendo a sus necesidades más perentorias y a la neutralización de las amenazas de que manera más directa afectan a sus vidas. El esfuerzo principal debe ser asumido por los propios africanos, pero, dado el volumen del empeño, resulta fundamental la activación de la voluntad política internacional para acompañar ese proceso hasta el final.

Ojalá que así sea.


Notas:

1 Por primera vez en su macabro recorrido, Al Shabab decidió llevar a cabo una acción violenta fuera del territorio somalí, provocando la muerte de 66 personas que asistían, el 11 de julio, a la retransmisión televisiva de la final del campeonato mundial de fútbol.

2 La Misión de la Unión Africana para Somalia fue aprobada por el Consejo de Paz y Seguridad de la UA el 19 de enero de 2007 con la tarea de apoyar a la consolidación de las estructuras federales de gobierno, poner en marcha un plan nacional de paz, instruir a las fuerzas armadas somalíes y garantizar un entorno de seguridad que permita el desarrollo de la acción humanitaria.

3 Aprobada en Bruselas por el Consejo Europeo del 12 de diciembre de 2003 con el título de «Una Europa segura en un mundo mejor». Véase www.consilium.europa.eu/uedocs/cmsUpload/031208ESSIIES.pdf

4 Sustituye a la Convención de Yaoundé y se concreta en cuatro generaciones de acuerdos. Progresivamente se puso en marcha el STABEX, para los productos agrícolas (Lomé I, 1975), y el SYSMIN, para los mineros (a partir de Lomé II, en 1979).

5 Marco vigente en la actualidad y en el que ya figuran 48 Estados africanos.

6 Tras la firma de algunos acuerdos comerciales bilaterales en el período 1957-72, Bruselas puso en marcha la Política Global Mediterránea (1972-92), la Política Mediterránea Renovada (1992-96) y la Asociación Euro-Mediterránea, a partir de 1995, a la que se fueron añadiendo posteriormente la Política Europea de Vecindad (2004- ) y la Unión por el Mediterráneo (2008- ). De los países africanos, únicamente Marruecos, Argelia, Túnez y Egipto (Libia solo figura como observador) están integrados en estos marcos. Mauritania, en la actualidad, forma parte asimismo de la Unión por el Mediterráneo.

7 Fue adoptada inicialmente en la 37ª Sesión de la Asamblea de jefes de Estado y de Gobierno de la OUA, celebrada en Lusaka (Zambia) en julio de 2001, y asumida posteriormente por la UA en su primera sesión oficial. Sus prioridades de partida fueron la erradicación de la pobreza, la promoción del crecimiento y desarrollo sustentable, la integración africana en los mercados mundiales y el empoderamiento de las mujeres.

8 En sustitución de la Organización para la Unidad Africana, y con la única excepción de Marruecos, la UA inició su andadura con la celebración de su primera sesión oficial en Durban (Sudáfrica) en julio de 2002.

9 La Comunidad de Estados Sahelosaharianos (CEN-SAD), la Comunidad Económica y Monetaria del África Central (CEMAC), el Mercado Común del África Meridional y Oriental (COMESA), la Comunidad Económica de los Estados de África Central (CEEAC), la Comunidad Económica de los Estados de África Occidental (CEDEAO), la Comisión del Océano Índico (COI), la Comunidad para el Desarrollo del África Meridional (SADC), la Unión Económica y Monetaria de África Occidental (UEMOA). Y todavía cabría añadir a la Unión del Magreb Árabe (UMA), si finalmente se asume la óptica panafricana.

10 North African Brigade, SADBRIG, EASBRIG, ECOBRIG y Central African Brigade.

11 Estipula el apoyo presupuestario al desarrollo de las ocho asociaciones temáticas que constituyen la Estrategia común UE-África.

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