Afganistán pone a prueba a la OTAN
(Para Radio Nederland)
La preocupación, e incluso la alarma, que transmiten algunos gobiernos aliados en la OTAN sobre Afganistán son bien evidentes. Seis años después de la puesta en marcha de la ISAF (Fuerza Internacional de Asistencia a la Seguridad), y cuatro y medio después de que la ONU pidiera a la OTAN que liderara esta misión, el país parece más cerca del precipicio que nunca. En ese contexto hay que entender los últimos movimientos del gobierno estadounidense con algunos socios europeos y la reunión que acaban de celebrar en Vilnius los ministros de defensa de la Alianza Atlántica.
Por lo que respecta a la situación sobre el terreno, no hay duda en confirmar que es altamente explosiva. Hamid Karzai- elegido de forma provisional, en diciembre de 2001 (Acuerdo de Bonn), por la comunidad internacional como el mal menor para enderezar el rumbo de un país al borde del colapso y, definitivamente, validado por la urnas en octubre de 2004 como nuevo presidente para sacar al país de veinticinco años de guerra- no ha logrado nunca imponerse como líder nacional. En estos años ha mostrado sobradamente su incapacidad para manejar la agenda nacional frente a los señores de la guerra (algunos de los cuales figuran hoy formalmente como compañeros de gobierno) y a los talibanes, que reemergen con fuerza imparable. No se ha logrado la estabilización sino que, por el contrario, las acciones violentas se suceden sin interrupción, ya no sólo en las regiones más próximas a la frontera con Paquistán, sino extendiéndose al resto del territorio nacional. Tampoco se ha conseguido la reconstrucción afgana, sin que el empeño de la comunidad internacional ni la labor de los 24 Equipos Provinciales de Reconstrucción, permita cambiar las perspectivas de vida de una población creciente frustrada, que bascula entre el apoyo a unos talibanes que vuelven a ver como referentes y una insistencia renovada en el cultivo de la amapola opiácea (auténtica base económica del país). En estas condiciones ni siquiera cabe asegurar que se lleguen a celebrar las elecciones previstas para el próximo año, con unas mínimas garantías de estabilidad y de esperanza en el futuro.
La confianza en Karzai y en las fuerzas políticas y militares afganas, que deberían ser los protagonistas tanto de la estabilización como de la reconstrucción, parece estar a punto de agotarse. En todo caso, es evidente que no hay ninguna opción mejor a la vista y, tal vez por eso, se producen reacciones aparentemente incomprensibles, como las críticas que el propio presidente afgano ha lanzado recientemente contra las tropas británicas desplegadas en el país o su rechazo al también británico lord Ashdown como enviado de la ONU para coordinar todos los esfuerzos sobre el terreno. Cabría interpretar estos desaires como meros gestos para la galería de quien necesita mejorar desesperadamente su imagen ante una población que hace mucho que dejó de confiar en sus gobernantes.
A los ojos de la comunidad internacional- sobre todo de la OTAN, que es quien lidera ISAF, y de Estados Unidos, que desarrolla en paralelo la operación “Libertad Duradera” contra los talibanes- parece claro que no cabe esperar demasiado de los actores locales para modificar las inquietantes tendencias actuales. No cabe, por tanto, más opción que volver los ojos hacia los instrumentos propios para evitar un resultado definitivamente negativo en un territorio que se ha querido convertir en el test de la oposición al terrorismo. Lo malo es que, en este terreno, las cosas tampoco pintan mucho mejor. Ni los alrededor de 37.000 soldados de ISAF (con participación de 37 países, 26 de ellos de la OTAN), ni los aproximadamente 16.000 estadounidenses integrados en “Libertad Duradera” han logrado alcanzar sus objetivos militares. Todo indica, además, que la situación se deteriora por momentos y que, de no remediarlo de inmediato, saldrán muy tocados de esta desventura tanto Washington, como supuesto líder mundial empeñado en “salvar” a Afganistán, y la OTAN, que desarrolla aquí precisamente la mayor operación militar de su historia y que ha convertido la “guerra contra el terror” en su tarea más sobresaliente.
Así se explica que se hayan forzado los usos y costumbres habituales entre aliados en estos últimos días. Por una parte, el Secretario de Defensa estadounidense, Robert Gates, conmina directa y públicamente a Alemania a que aumente su contribución a ISAF. Canadá, por su parte, amenaza abiertamente con retirar sus soldados si otros no aumentan su compromiso de manera inmediata, precisamente en las provincias de mayor nivel de violencia (lo cual, tal vez, le facilite a Francia realizar un nuevo gesto proestadounidense, en línea con la orientación que está dando su presidente a la acción exterior gala, al aumentar sus efectivos en la zona). En esa misma línea, la Secretaria de Estado, Condoleezza Rice, se ha desplazado hasta Londres para comprobar hasta dónde llega el respaldo de su, hasta ahora, fiel aliado británico, e incluso ha cumplido con el gesto mediático y político de viajar por sorpresa a Afganistán, con el ministro británico de defensa como compañero de asiento, para demostrar su interés y preocupación por mover las voluntades de los aliados.
Por último, la OTAN se acaba de reunir en Vilnius con el específico propósito de lograr un nuevo acuerdo en el reparto de las cargas entre los miembros de la Alianza para sacar adelante la apuesta realizada en Afganistán, jugando incluso con el forzado argumento de que un fracaso allí supondría el fin de la OTAN. Nada indica que dicha reunión vaya a cambiar drásticamente las cosas. El problema no es ya lograr el compromiso de sus miembros para aportar 7.500 soldados adicionales a los ya desplegados en el terreno, contando con que otros encuentros anteriores han fracasado en este mismo empeño. El reto adicional, pero tanto o más importante que el anterior, es conseguir que se modifiquen las diversas reglas de enfrentamiento que cada Estado ha impuesto a sus tropas, lo que dificulta hasta el extremo el empleo conjunto de ISAF en misiones cada vez más arriesgadas. Habrá que ver si el gesto de Washington que, con 3.200 marines más, es de los pocos que intentan contrarrestar la tendencia a escurrir el bulto, sirve para convencer a otros de la necesidad de ampliar sus medios en la zona, dotarlos de nuevas reglas de enfrentamiento y emplearlos en áreas de mayor riesgo para su propia seguridad. Demasiadas cosas, probablemente, para lo que cabe esperar hoy de quienes no ven claro el futuro de ese país y se mueven aún con criterios esencialmente nacionalistas.