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Afganistán, ¿algo nuevo en Londres?

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(Para el Correo)
Nuevamente los portavoces de los 70 gobiernos nacionales y organismos internacionales reunidos en Londres para encontrar una salida a Afganistán repiten -como en las seis conferencias internacionales previas sobre el mismo tema- un doble mensaje: la paz está a la vuelta de la esquina y el compromiso internacional para la reconstrucción y desarrollo del país es firme. Lo malo es que eso mismo venimos oyendo desde que los talibanes fueron expulsados de Kabul, a finales de 2001, y la credibilidad de esos mensajeros ha descendido tanto que es muy difícil ahora ver las señales de cambio en su actitud.

Los hechos sobre el terreno no dejan lugar a dudas sobre el negativo balance de la gestión realizada, tanto por parte del presidente Hamid Karzai como de los 43 países implicados en la ISAF. Los afganos siguen sin percibir la mejora de su situación, ni en términos de bienestar ni de seguridad. Por el contrario, continúan sumidos en un profundo abismo desde el que ven a sus gobernantes y a la comunidad internacional como incapaces y ajenos a sus vidas, en lo que interpretan mayoritariamente como un nuevo episodio de prepotencia y castigo colectivo. Por su parte, Karzai y sus acólitos han dado sobradas muestras de su debilidad e insolvencia. La corrupción, que lo contamina todo, y las luchas intestinas entre quienes se resisten a reconocer a una autoridad superior derivan en un escenario de creciente violencia -que hace de 2009 el año más sangriento de estos últimos ocho de presencia internacional- en el que se entremezclan demasiados actores: los asociados a Al-Qaida, los insurgentes nacionalistas, las milicias de los \’señores de la guerra\’ y las bandas criminales que se apuntan a este río revuelto.

Por lo que respecta a la comunidad internacional, es bien visible el hartazgo de la opinión pública en muchos de los países que participan en ISAF. Sea porque no son conscientes de que hoy la seguridad se juega a escala planetaria (y no en las fronteras nacionales), porque no desean implicarse en el destino de un país lejano y desconocido, o porque rechazan de plano cualquier misión \’evangelizadora\’ de Occidente en otras latitudes, el caso es que los gobiernos occidentales se ven en serios apuros para justificar su empeño en la zona. Un empeño, por otra parte, que siempre está muy por debajo de las necesidades y de sus propios compromisos. Sirva como ejemplo el hecho de que sólo se han movilizado 223 millones de euros, de un total estimado en 1.400 anuales, para llevar a cabo la reforma de las fuerzas armadas afganas, pasando de 100.000 efectivos a 134.000. Si ahora, en Londres, el objetivo se ha fijado en 171.600 para finales de 2011- además de 134.000 policías, ¿es creíble imaginar que por fin se movilizarán los fondos necesarios?

Esos mismos países, con la notable excepción de EE UU -que desplegará 30.000 soldados más de inmediato-, sólo han sido capaces de comprometer 9.000 efectivos adicionales para ISAF, cuando, simultáneamente, ya varios socios anuncian su intención de retirarse a partir de 2011. En el terreno estrictamente militar, Londres muestra la enorme dificultad para hacer frente al reto que representan hoy los violentos. Por un lado, los promotores de la Conferencia han publicitado un calendario que debería desembocar en la retirada total del país en un plazo de cinco años, iniciando ya a finales de 2010 la transferencia de responsabilidad de algunas provincias a los afganos. Por otro, el propio Karzai ha reiterado que serán necesarios, al menos, diez años de fuerte presencia militar de las tropas internacionales y muchos más de apoyo al Gobierno local. Algo no encaja en esa apuesta militarista que, en todo caso, es insuficiente para resolver los graves problemas sociales, políticos y económicos para los que no se ha concretado en Londres ningún recurso adicional específico.

Como si nada de esto supusiera un inconveniente, asistimos ahora a un ejercicio de prestidigitación colectiva en el que se nos presenta la reconciliación con los talibanes como la clave fundamental para poner fin a todos los problemas afganos. Interesa recordar, por una parte, que iniciativas como ésta ya se han intentado antes, sin que ninguna de ellas haya dado resultado. Es bien cierto que una alta proporción de los talibanes afganos no se mueven por criterios ideológicos o terroristas, sino por consideraciones pecuniarias y de seguridad inmediata ante la amenaza a sus vidas. En esa línea, puede resultar imaginable la posibilidad de comprar (literalmente) la reintegración de estos individuos. Así debe entenderse el incremento del salario a los soldados afganos, de 35 a 130 euros mensuales, para evitar deserciones y para atraer a nuevos reclutas. Y lo mismo puede decirse de la propuesta de Karzai para aplicar una amnistía a los que abandonen las armas, a cambio de seguridad jurídica y recompensas económica.

Sin embargo, dos dudas surgen de inmediato al analizar las posibilidades de éxito de esta estrategia. La primera tiene que ver con el Fondo de Reinserción aprobado en Londres, dotado con 100 millones de euros anuales (y con la promesa de llegar a los 500 en los próximos cinco años). Ni la cantidad acordada ni el nivel de respuesta registrado hasta ahora ante compromisos similares permiten lanzar las campanas al vuelo. Pero es que, además, pocos parecen reparar en que los talibanes no sólo han rechazado hasta ahora lo que consideran migajas (frente a su propio poder económico, muy ligado al narcotráfico), sino que su posición actual dista mucho de la de derrotados o a punto de serlo. Por el contrario, su visión es la de quienes no sólo se han recuperado del impacto sufrido en octubre de 2001, sino que han logrado aumentar su actividad y poder en prácticamente todo el país. Si a eso se le añade la previsión de una retirada internacional futura, parece plausible que su cálculo inmediato no sea el de rendirse a los encantos de Karzai, sino el de aguantar un poco más hasta que finalmente los contingentes extranjeros abandonen el país. Unos, en Londres, realizan un ejercicio de imagen y de autoestima y otros, en Afganistán, confían en que la fruta madura terminará cayendo del árbol.

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