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Afganistán, diez años para nada

Libi(Para Radio Nederland)

La campaña militar que, hace diez años, Estados Unidos lanzó contra Afganistán ha sido prácticamente inútil. El país sigue siendo inestable y la inseguridad tan sólo se ha incrementado.

Aunque el tango argentino sostenga que veinte años no es nada, en algunas ocasiones bastan con solo diez, como los que han pasado desde que Estados Unidos lanzó la campaña militar contra Afganistán, para convencerse de que pueden ser muchos o, todavía peor, de que no han servido prácticamente para nada. A diferencia de la posterior invasión de Iraq (marzo de 2003), la operación ‘Libertad Duradera’ contó desde su arranque, el 7 de octubre de 2001, con el aval explícito de la ONU, al entenderla como una respuesta directa a los ataques terroristas realizados por una Al Qaeda que disfrutaba de un amplio santuario en ese país en estrecha connivencia con el régimen talibán. Hoy, empantanado más allá de lo deseable, los únicos apuntes positivos que puede presentar Washington son que Estados Unidos no ha vuelto a sufrir un atentado de aquellas dimensiones en su suelo y que Osama Bin Laden ha sido eliminado. En lo demás, el balance es netamente negativo.

De hecho ni siquiera hay acuerdo a la hora de calificar esos mínimos resultados como positivos. Baste recordar que Al Qaeda- sobre todo sus franquicias regionales y otros grupos asociados en diferentes niveles- siguen manteniendo una notable capacidad operativa en muchos rincones del planeta. Es cierto que su núcleo central ha sido muy duramente castigado a lo largo de estos años, pero también lo es que el mundo sigue sometido a la amenaza terrorista- como trágicamente nos recuerdan Madrid, Londres, Estambul, Casablanca, Bali y tantos otros lugares-, que Afganistán dista mucho de ser un lugar estable y que la inseguridad se ha propagado de manera imparable más allá de sus fronteras, con Pakistán como escenario más inquietante. Tampoco la eliminación del líder terrorista se ha librado de críticas, en la medida en que muchos la han percibido como una venganza y una ejecución impropia de un Estado democrático, lo que afecta no solo a la imagen personal de Barack Obama sino también a la de EE UU, en su intento por recuperar la simpatía internacional perdida por los traspiés de George W. Bush.

Por el camino han quedado registrados errores tan notorios como el que llevó a confundir la inicial desaparición del enemigo afgano con la victoria (cuando realmente solo se había producido su camuflaje entre la población local y en la vecindad paquistaní). Lo mismo puede decirse de la decisión de abrir un nuevo frente bélico en Iraq, cuando todavía quedaba mucha tarea pendiente en Afganistán, lo que se tradujo en una reducción del esfuerzo que facilitó el resurgimiento de la violencia por parte de la amalgama de grupos que se oponían a la presencia de tropas extranjeras (desde nacionalistas hasta talibán, terroristas, criminales y «señores de la guerra»). También quedó arruinado desde el principio el empeño idealista del presidente Bush, que soñaba con un Afganistán democrático como resultado de la implicación directa del ejército más poderoso del planeta.

Por el contrario, el sentimiento que domina hoy es el de que, se defina como se quiera, la victoria es imposible. Se da por supuesto que por vía militar esa opción está fuera del alcance de las tropas de ISAF (la operación liderada por la OTAN, que teóricamente está centrada en la reconstrucción del país) y de las estadounidenses (en buena parte inmersas todavía en una guerra contrainsurgente). También se asume que el proceso de reconstrucción está bloqueado por razones de seguridad, de tal modo que son mínimos los avances en los niveles de bienestar de la práctica totalidad de la población. Por otra parte, la administración de Obama- aunque ha reducido la ambición del objetivo a lograr, pasando de democratizar a simplemente estabilizar el país para evitar que vuelva a ser un reducto terrorista- tampoco ha logrado asentar a Hamid Karzai al frente de un gobierno efectivo, ni establecer unas fuerzas armadas y de seguridad locales capaces de encargarse de la seguridad del país.

En estas condiciones si para alguien corre el tiempo a su favor es para los talibán, sobre todo a partir del anuncio de un calendario de retirada de las fuerzas estadounidenses- con el horizonte de 2014-, seguido a la carrera del resto de los gobiernos que mantienen allí contingentes desplegados. Obama ya ha iniciado el plan de reducción de unos 33.000 efectivos para antes de septiembre del próximo año. En paralelo procura presionar política y militarmente a los talibán para que acepten negociar un reparto del poder con el debilitado Karzai. Pero los talibán están respondiendo con la misma moneda, demostrando su capacidad para golpear contra objetivos tan representativos como la embajada estadounidense en Kabul o la eliminación del hermanastro de Karzai y del expresidente Rabbani, sin olvidarse de dejar claro a los posibles colaboracionistas con los actores extranjeros que su vida tampoco vale nada.

La actual estrategia estadounidense se reduce a encontrar una salida digna de un pantano en el que no tienen en juego ningún interés vital, pero que no pueden abandonar de cualquier modo. La de los talibán se concentra en aguantar el tiempo necesario para recoger los frutos de su empeño, centrado (a diferencia de Al Qaeda) en dominar Afganistán sin implicarse en una lucha internacionalista. La de Karzai apenas consiste en intentar garantizarse la supervivencia y un mínimo lugar bajo el sol talibán. Se equivoca quien crea hoy que ha logrado imponerse a los demás; pero mientras en unos se dibuja cada vez con más claridad la decepción y el temor, en otros asoma la sombra de una sonrisa que nos llevaría a la casilla de salida que ocupábamos diez años atrás. A la espera de que la balanza se incline definitivamente hacia uno u otro lado, podemos concluir ya que los afganos saldrán nuevamente perdiendo en un escenario en el que su suerte apenas preocupa a nadie.

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