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Abrupta reentrada del mundo árabe en la escena europea: ¿Preparados para el cambio?

CLAVES11

(Claves de la Economía Mundial, ICEX)

Aunque en realidad nunca había estado ausente, la sucesión de acontecimientos regionales que ha disparado la inmolación del joven Mohamed Bouazizi en una pérdida ciudad del interior de Túnez (Sidi Bouzid), el pasado 17 de diciembre de 2010, ha reverdecido repentinamente el interés por el mundo árabe en la agenda europea (y mundial). Concentrados en la búsqueda de la salida a una crisis sistémica que cuestiona su propio futuro individual y colectivo, los países de la Unión Europea (UE) se han visto sobresaltados por la emergencia de unas revoluciones que, en distinto grado de desarrollo, afectan a la práctica totalidad de su periferia sur y este. Dicho en términos coloquiales, lo que allí ocurre nos ha cogido con el paso cambiado, instalados en una rutina que daba por supuesto que nada podía alterar el statu quo regional.

Aun siendo conscientes de que la región es un cúmulo de problemas de diversa naturaleza, existía la convicción –alimentada por décadas de ininterrumpido dominio colonial, primero, y a través de socios interpuestos, después– de que nada podría alterar las bases de unos regímenes tan imperfectos como capaces de ahogar sin remordimientos las demandas de una población crecientemente impacientada ante la falta de mejora en sus niveles de bienestar y de seguridad. Los datos recogidos por los diferentes organismos internacionales dedicados a la región no ofrecen lugar a dudas. Baste como síntesis de todos ellos los que presenta, desde 2002, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo en los Informes de Desarrollo Humano Árabe (1), en una visión que refleja los enormes déficits existentes tanto en el terreno educativo como en el empleo o en el ámbito de los derechos humanos, el buen gobierno o el empoderamiento de las mujeres. A estas alturas ya era sobradamente conocido que el 30% de los jóvenes árabes– en unas sociedades donde más del 50% de la población tiene menos de 24 años– están desempleados y que, para evitar que el problema se agrave, sería necesario crear hasta 51 millones de nuevos empleos antes de 2020. Un panorama explosivo al que se añade el alto nivel de pobreza, la escasez de agua, la inseguridad alimentaria, el éxodo rural y una aglomeración urbana insostenibles en un marco de deterioro medioambiental incuestionable. En el plano político es igualmente sobresaliente el alto volumen de corrupción e ineficiencia de unos sistemas que, en lugar de distinguirse por su dedicación a resolver los problemas de su ciudadanía, parecen más ocupados en defender los privilegios de sus dirigentes, aunque sea por métodos represivos y negadores de los derechos y libertades fundamentales de su propia población. En resumen, un listado de características cuya simple enumeración aburre a cualquier persona interesada en la región, por la sencilla razón de que se repite inalterablemente desde hace demasiado tiempo, sin que quienes deben poner remedio a tantas deficiencias hayan mostrado verdadero interés en hacerlo.

Modelo fracasado de estabilidad

Ante una situación de ese tipo no cabe ni siquiera la disculpa de que tanto los gobernantes locales como las potencias occidentales estaban dormidos y que, por consiguiente, lo que ahora se manifiesta de manera tan visible es una sorpresa desagradable. En realidad, todos sabíamos lo que pasaba en esos países desde el principio, pero, ya desde su independencia, adoptamos la decisión de apostar por un juego que no tomaba en consideración los intereses de la población sino los de unos gobernantes depredadores de las riquezas nacionales, a los que convertimos sin reparos en nuestros socios preferentes. Lo que ahora sucede en la región pone de manifiesto, por un lado, la insostenibilidad del juego de intereses basado en la estabilidad a toda costa y, por otro, la corresponsabilidad que afecta a los gobiernos locales y a los occidentales en una apuesta equivocada e incongruente con los valores y principios que decimos defender y promover.

Interesa recordar en este punto que, por encima de cualquier otro cálculo, el mundo árabo-musulmán está en la agenda europea (y mundial) fundamentalmente por su doble condición de fuente de aprovisionamiento energético –al contar con al menos las dos terceras partes de todas las reservas mundiales de petróleo y con la mitad de las de gas–y de vía de tránsito para que esas materias primas lleguen a nuestros mercados. Las consideraciones de seguridad energética –dada la evidente dependencia de los hidrocarburos que sufrimos– han propiciado unas relaciones con los gobiernos de la región que han primado la estabilidad por encima de toda otra preocupación, sea la aversión a la democracia de sus gobernantes, su escasa dedicación para atender las graves carencias de desarrollo de la mayoría de la población o su desprecio por los derechos humanos. En la medida en que cumplieran su función como garantes de la seguridad interior –sin hacer ascos a los métodos directamente represivos– y como socios fiables en el mercado internacional de hidrocarburos, han contado con el apoyo explícito de las potencias occidentales a lo largo de décadas.

En ningún momento –a pesar de lo que se recoge en todos los esquemas de relaciones implementados por Bruselas desde la Política Global Mediterránea (PGM, 1972) hasta la inoperante Unión para el Mediterráneo actual (UpM, 2008)– se han aplicado las cláusulas de condicionalidad democrática, a pesar de los reiterados incumplimientos de nuestros socios en el terreno de los derechos humanos o en la promoción del Estado de derecho. Simplemente, en aras de la más rancia real politik, se entendía que ninguno de estos asuntos era tan relevante como para poner en cuestión la garantía de suministros energéticos y la estabilidad impuesta por la fuerza en esos territorios. Mientras tanto, como no podía ser de otro modo, la tensión no hacía más que aumentar en la caldera a presión en la que, ya hace tiempo, se habían convertido unos países con un fuerte crecimiento demográfico y una acumulación de problemas sin resolver que apuntaban directamente a la explosión.

Cambio estructural en marcha

Eso es lo que parece estar ocurriendo ahora, en un proceso imparable que hasta el cierre de estas páginas (junio de 2011) ya ha provocado la caída de Ben Ali y Hosni Mubarak, en Túnez y en Egipto, sin que ningún país de la zona pueda sentirse inmunizado contra unas movilizaciones ciudadanas que cuestionan de raíz una situación que consideran insostenible. Estamos ante verdaderas revoluciones de perfil netamente político (más allá de motivaciones socioeconómicas también importantes), espontáneas (sin liderazgo identificable de ningún tipo, islamistas incluidos), pacíficas (la violencia se ha desatado, en todo caso, como respuesta a la ejercida desde el poder) y protagonizadas por jóvenes (aunque acompañadas por el resto de la ciudadanía). Sin que sea posible adivinar dónde terminarán estos procesos, se puede adelantar ya que suponen un cambio de tal magnitud que hará que las cosas no puedan seguir siendo iguales cuando se apacigüe este impulso inicial.

En todos los escenarios activados a día de hoy, la UE queda situada en el lado equivocado. Y esto es así no solo por su pasado histórico –al haber apoyado sistemáticamente a líderes escasamente legitimados a los ojos de su propia población–, sino también por su presente. Baste mencionar, en este sentido, el despilfarro que supone la recurrente afición comunitaria a «inventar» cada cierto tiempo un nuevo marco de relaciones euro-mediterráneas, como si con eso lograse hacer olvidar su falta de voluntad para asumir sus propios presupuestos reformistas en el área. Desde la puesta en marcha de la ya mencionada PGM, hemos asistido a la entrada en funcionamiento de la Política Mediterránea Renovada (PMR, 1992), la Asociación Euro-Mediterránea o Proceso de Barcelona (AEM, 1995), la Política Europea de Vecindad (PEV, 2004) y la Unión para el Mediterráneo (UpM, 2008). Y en el horizonte inmediato ya se anuncia, desde febrero de 2011, una Asociación para la Democracia y la Prosperidad Compartidas.

Demasiadas siglas y «productos», más o menos vistosos, que no pueden esconder ni la falta de voluntad política de los Veintisiete ni, mucho menos, el pobre balance de unos esquemas de relaciones que se enfrentan a la innegable realidad de una fractura en términos de desarrollo económico entre ambas orillas del Mediterráneo del orden de 14 a 1 (la más alta del planeta en un marco geográfico en el que coinciden países desarrollados y otros en vías de desarrollo). Conviene recordar, para calibrar dónde estamos, que el afán protagonista de algunos gobiernos nacionales, lanzando sus propias iniciativas, obliga a un imposible ejercicio de encaje de fórmulas de relaciones que se suceden sin cesar. También, con el mismo propósito, interesa retener que, todavía hace un año, la presidencia rotatoria de la Unión se afanaba por lograr que al régimen de Ben Ali le fuera concedido el Estatuto Avanzado, máximo nivel de relaciones que contempla Bruselas con sus socios del sur de la región. En paralelo, todavía a principios de este año 2011 se estaba a punto de firmar un acuerdo con el régimen de Muamar el Gadafi –a quien el Gobierno de Roma había prometido previamente unos 4.000 millones de euros, como supuesta reparación por los daños causados durante la colonización italiana–, para que se encargara de gestionar la suerte de los inmigrantes irregulares que hubieran tratado de penetrar en territorio comunitario. Con fecha más reciente aún, Marruecos acaba de ver renovado su acuerdo de pesca con Bruselas, en el que se incluye una compensación económica por la explotación de los bancos de pesca saharauis (obviamente, fuera de la soberanía marroquí).

Aunque no sea habitual, a la vista de todas estas referencias, cabe coincidir plenamente con la Comisión Europea, cuando, por boca de Stefan Füle (comisario de Ampliación y Política Europea de Vecindad), ha reconocido que «debemos mostrar humildad sobre el pasado. La Unión no ha apostado suficientemente por la defensa de los derechos humanos y por las fuerzas democráticas locales. Demasiados de nosotros caímos presa de la asunción de que los regímenes autoritarios eran una garantía de estabilidad en la región. Esto no era real politik, era cortoplacismo» (2).

¿Cambio de rumbo a la vista?

El protagonismo del cambio debe ser inequívocamente local. Pero desde la UE es mucho lo que se puede y debe hacer para acompañar a las sociedades árabes en su intento por superar la larga etapa de frustración y desesperación en la que están sumidas. De momento, cuando todavía es imposible determinar con precisión los perfiles del cambio que allí se están gestando, ya vuelven a escucharse promesas altisonantes, como las realizadas el pasado 2 de marzo por el presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durão Barroso, cuando proclamaba que «los acontecimientos que se están desarrollando en nuestra vecindad meridional constituyen una cita con la historia. Europa estará a la altura del desafío y apoyará los actuales procesos de transformación».

Ojalá así sea, pero para ello la Unión debe corregir radicalmente el rumbo que ha mantenido durante décadas. Es una tarea salpicada de obstáculos y en la que las poderosas inercias acumuladas actuarán, a buen seguro, como frenos para los que deseen realmente aventurarse en un terreno desconocido.

Aunque a veces se olvide en el ámbito de las relaciones internacionales, la primera cuestión a resolver es de orden psicológico, dado que queda por ver si, ante lo que sucede en nuestra vecindad, se impone el sentimiento de amenaza o el de esperanza/oportunidad. Desde luego, hasta ahora ha dominado el primero, por entender que cualquier cambio de un statu quo nítidamente favorable a nuestros intereses geopolíticos y geoeconómicos era, por definición, una mala noticia. Entre los argumentos clásicos de esa visión destaca el temor a que el islamismo político pudiera hacerse con el poder en alguno de nuestros vecinos –cuando, en realidad, nuestro apoyo a esos regímenes es muy anterior a su emergencia a finales de los años ochenta del pasado siglo–. Desde esa perspectiva, se ha preferido apostar por gobernantes que podían repugnar a los más firmes defensores de la democracia y de los derechos humanos, pero que servían como barrera infranqueable ante el peligro islamista. Solo la superación de ese temor permitirá activar las enormes capacidades de la UE al servicio de la emergencia de sociedades abiertas entre nuestros vecinos. Para ello es necesario entender que la promoción del desarrollo social, político y económico es la mejor vía para consolidar una estabilidad estructural basada en la satisfacción de la población con su nivel de bienestar y seguridad.

En segundo lugar, también hay que solventar cuestiones de orden conceptual. Hoy la UE no tiene un esquema válido para la totalidad de los veintidós países árabes, contando con que la mayoría de ellos están localizados en el Magreb (3), Oriente Próximo (4)  y Oriente Medio (5), pero que también Comoras, Yibuti, Somalia y Sudán forman parte de la Liga Árabe. El marco más ambicioso ideado en su día por Bruselas ha sido el Proceso de Barcelona, en el que se integraron inicialmente 12 países de la región (6). Pero fuera de él quedaban muchos otros, para los que la PEV (7)  apenas ha significado nada sustancial. Por el camino se han quedado proyectos inacabados, como la creación de una zona de libre comercio con los países del Consejo de Cooperación del Golfo , o intentos de establecer una imperfecta división del trabajo con Washington, de tal forma que el esfuerzo estadounidense se concretara en Oriente Medio mientras el comunitario se volcaba en el Magreb, con Oriente Próximo como un terreno compartido.

La alternativa, para quien en su propia Estrategia Europea de Seguridad (9) se define como un actor de envergadura mundial, debiera ser la de adoptar un enfoque común para la totalidad de la región, con dos niveles de relación: uno que priorice a los países ribereños del Mediterráneo (incluyendo a Mauritania, por un lado, y a Jordania, por el otro) y otro que sume Yemen e Irán a los seis países del Consejo de Cooperación del Golfo (8). Para no perderse en ensoñaciones irreales, es obligado reconocer que hoy por hoy la posibilidad de convertir esa idea en una realidad operativa es mínima, dado el escaso nivel de ambición política comunitaria que existe entre los Veintisiete.

En todo caso, a tenor de las más recientes declaraciones de algunos responsables comunitarios, comienza a percibirse la intención de la UE de moverse de sus marcos de referencias habituales, para reaccionar ante lo que ocurre en su periferia sur. En esta línea, sobresale la propuesta de poner en marcha una Asociación para la Democracia y la Prosperidad Compartidas con los Países del Mediterráneo Meridional (10), anunciada el pasado 8 de marzo por la Comisión Europea. Entre sus prioridades, para acompañar el proceso que se está desarrollando en varios países de la región, destacan:

– Apoyo a la transformación democrática y a la capacitación institucional, centrado principalmente en los derechos humanos, las reformas constitucionales y judiciales y la lucha contra la corrupción.

– Apoyo a las personas, con particular énfasis en los actores de la sociedad civil, y a la creación de más oportunidades para el intercambio y los contactos interpersonales (especialmente jóvenes).

– Impulso al crecimiento económico, al desarrollo y a la creación de empleo, ayudando sobre todo a las pequeñas y medianas empresas.

En el ámbito presupuestario la pretensión es pasar de los 4.000 millones de euros, ya previstos para el periodo 2011-2013, a un total de 6.000 para los próximos tres años, con criterios de condicionalidad en función de los avances que se produzcan en el terreno de las reformas democráticas y el respeto de los derechos humanos. Se insta, asimismo, al Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo (BERD) a que amplíe su radio de acción para incluir a la región.

Ante esa cascada de declaraciones y anuncios conviene insistir en que nada de lo dicho es en sí mismo novedoso, sino que ya ha sido proclamado por la UE en numerosas ocasiones a lo largo de estas últimas décadas. Con un comportamiento tan incoherente como incumplidor, la Unión ha demostrado reiteradamente su falta de voluntad política para estar al nivel de sus propios pronunciamientos. Quizás por eso, con su ya acostumbrado recurso a retardar el momento de adoptar decisiones importantes, el comunicado final del Consejo Europeo extraordinario del pasado 11 de marzo de 2011 no llegó a concretar ninguna fórmula operativa en línea con la propuesta de la Comisión. En su texto, simplemente se escucha el eco de dicha propuesta, quedando a la espera del desarrollo que pueda derivarse del más reciente comunicado sobre la revisión de la PEV en cada uno de los países en los que está activada (11). En otras palabras, se trata de un nuevo ejemplo sobre la falta de flexibilidad de la maquinaria comunitaria para reaccionar ante hechos que son, sin ningún género de duda, de calado estratégico.

La falta de liderazgo comunitario y de visión estratégica –que está condenando a la Unión a una creciente marginación en los asuntos mundiales– se pone de manifiesto también en este caso. Si a eso se le añade el efecto negativo de la crisis económica, resulta muy improbable que la UE vaya a aprobar un incremento (y mucho menos sustancial) de los fondos dedicados a la política exterior y de seguridad y a las relaciones con sus vecinos. Hasta 2014 el presupuesto comunitario ya está fijado y por lo que apuntan las discusiones en marcha sobre las Perspectivas Financieras 2014-2020 sería una sorpresa mayúscula que se decidiera elevar la apuesta para dotarse de una voz única en el escenario internacional, con fondos presupuestarios a la altura de lo que demanda un mundo globalizado en el que los Veintisiete pretenden jugar en primera línea. En esas circunstancias no pueden sorprender las declaraciones del ministro francés de exteriores, Alain Juppé, cuando –al reaccionar con furia apenas contenida ante las divergencias franco-alemanas en relación con la crisis libia– concluía el pasado mes de marzo que «la política común de seguridad y defensa está muerta».

Aunque ese sea el tono actual del debate en el seno de la Unión, interesa no perder de vista que los Veintisiete pueden ser decisivos para que la aventura que están emprendiendo las sociedades árabes llegue a buen puerto. Por un lado, deberíamos hacerlo por corresponsabilidad en la pésima situación actual en esos países y, por otro, por encontrar un mejor camino para defender nuestros valores y nuestros intereses en una región tan próxima geográficamente y con un alto nivel de interdependencia como el que existe desde hace tiempo. En ese sentido, entre el listado de tareas que debería asumir la UE cabe destacar las siguientes:

– Integrar a Turquía. No será lo primero que ocurra, pero sí que sería el paso de mayor efecto simbólico. Turquía todavía aspira a convertirse en miembro de pleno derecho de la Unión, aunque hasta ahora solo haya acumulado desaires y rechazos. Su integración –aunque sea necesaria más de una década para hacerla efectiva– sería un factor muy positivo para la propia UE y para los países árabo-musulmanes. Se demostraría así que la clave europea no es civilizacional sino de compromiso con unos estándares políticos y socioeconómicos, que podrían servir como guía de actuación para posibles aspirantes futuros de la zona.

– Activar la voluntad política que permita hacer creíbles sus propuestas. En lugar de desperdiciar el tiempo en «inventar» nuevas fórmulas de relaciones, lo fundamental es volver al esquema de Barcelona. No se trata de aferrarse a la AEM por considerarla perfecta, sino simplemente porque reúne los tres «cestos» de cooperación –en el ámbito político y de seguridad, en el económico y financiero y en el social, cultural y humano– imprescindibles para hacer posible la conversión del Mediterráneo en una zona de paz y prosperidad compartida. Nada de eso está en la UpM –que se centra básicamente en proyectos empresariales, sin financiación asegurada–, ni nada esencial añade de momento lo que se conoce de la nueva Asociación para la Democracia y la Prosperidad. A riesgo de resultar repetitivo, resulta necesario insistir en que la clave no está en el descubrimiento de un nuevo instrumento nunca ensayado, sino en la voluntad política para llevar a la práctica lo recogido en los documentos ya firmados.

– Establecer un calendario concreto para la creación de una zona de libre comercio euro-mediterránea. Este es uno más de los ejemplos de propuestas adecuadas que no se han logrado llevar nunca a la práctica. La defensa a ultranza de intereses corporativos, conformados alrededor de la Política Agrícola Común, ha impedido avanzar en la liberalización del comercio de los productos agrícolas. Se contraviene así la filosofía librecambista de la que hace gala la UE en su discurso y, además, se impide el desarrollo de un sector muy significativo para la economía de algunos de nuestros socios del sur y para sus posibilidades de creación de empleo y de reducción de la presión migratoria.

– Crear un banco mediterráneo de desarrollo. En paralelo a una mayor implicación política, es evidente que sin recursos financieros suficientes muchas buenas ideas pueden quedarse en agua de borrajas. Desde hace muchos años se viene demandando la creación de una institución financiera específicamente euro-mediterránea que permita alimentar –con fondos públicos y privados– la modernización del aparato productivo y las infraestructuras de transportes y telecomunicaciones de nuestros vecinos.

Mientras se acumulan los estudios teóricos sobre la mejor modalidad de dicha institución, sigue constatándose la insuficiencia de los recursos públicos comunitarios y las reticencias de los inversores privados para volcarse decididamente en el desarrollo de la región. Aunque solo fuera de modo provisional, sería muy positivo que se llegara a implicar de modo directo al Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo en proyectos de la región, en línea con un mayor compromiso del Banco Europeo de Inversiones.

– Fijar unos criterios transparentes de condicionalidad (más allá de los de carácter económico). No hay nada nuevo en esta idea, de hecho contemplada en los Acuerdos de Asociación Euro-Mediterráneos ya en vigor. Lo relevante sería que se dieran a conocer cuáles son, eliminando cualquier posible arbitrariedad en su aplicación y permitiendo a la sociedad civil de nuestros socios presionar a sus gobernantes para que se cumplan y evaluar su validez. En la práctica no pueden ser otros más que los que sirvan para promover la emergencia de sociedades abiertas, el respeto de los derechos humanos y la consolidación del Estado de derecho.

– Potenciar el intercambio interpersonal en el marco euro-mediterráneo. Al contrario de lo que implica la Directiva de Retorno (12) de 2008, y otros intentos más recientes por recortar los derechos a los inmigrantes que retornen a sus países de origen, lo que se necesita es mejorar los canales que fomenten un mayor y mejor conocimiento entre actores civiles en todos los terrenos posibles (trabajadores, estudiantes, sindicalistas, periodistas, profesores, políticos…). Si se asume que el mejor antídoto contra la intolerancia es el conocimiento mutuo, éste debería ser un elemento central de cualquier política euro-mediterránea.

– Poner en marcha programas educativos en todos los niveles de formación (no solo universitaria, sino también básica y profesional). Cuando ya comienzan a vislumbrarse propuestas en el ámbito universitario, similares a iniciativas bien valoradas en el espacio comunitario (tipo Eramus), interesa recordar que no es menor el problema que afecta a la educación elemental y a la formación profesional. Difícilmente habrá una atención del capital privado a estas áreas, por lo que deben figurar como prioritarias en la agenda regional de Bruselas.

– Fomentar la integración regional. Entendida como un factor que posibilita aunar visiones y capacidades para hacer frente a los numerosos retos que afectan a estos países, la apuesta por la integración regional asoma como un camino obligado. Dados los innegables recelos vecinales existentes es preciso desarrollar un notable esfuerzo para vencer las reticencias que han bloqueado hasta ahora los tímidos intentos realizados.

– Potenciar la emergencia de una sociedad civil fuerte y autónoma. Hasta ahora el enfoque comunitario ha primado la relación con los gobernantes de la región, con los resultados ya conocidos. Mientras tanto, la sociedad civil se ha enfrentado a un exhaustivo control gubernamental que pretende negar su autonomía, cooptando a algunos actores y eliminando a otros en la medida que esto les ha permitido mantener inalterable el statu quo imperante.

Al hilo de las generalizadas movilizaciones populares que se están llevando a cabo en la práctica totalidad de los países de la región, resulta imprescindible mejorar los instrumentos de apoyo a los diversos actores de la sociedad civil organizada. Tres actores merecen especial atención: jóvenes, mujeres e islamistas. Los dos primeros para que puedan desplegar sus potencialidades desde la primera fila de la vida nacional en todos los terrenos. Los últimos tanto para reconocer su condición de actores con atractivo en amplias capas de la población como para promover su incorporación al juego político en esta nueva etapa histórica.

– Reformular el modelo energético. Tanto por consideraciones medioambientales como geoeconómicas se hace imprescindible reformular el vigente modelo energético, basado en la explotación de los combustibles fósiles que deriva, directamente, en una insostenible dependencia de fuentes de suministro finitas y ubicadas fuera del territorio comunitario. La UE no puede retrasar por más tiempo el debate sobre su propio modelo energético.

– Dibujar un horizonte lejano de integración de la periferia sur. Desde su núcleo fundacional, la UE ha ido ampliando sus fronteras para integrar a países que, en no pocos casos, se presuponía que no estaban preparados ni para la democracia ni para convertirse en sociedades desarrolladas. En ese recorrido es apreciable el desequilibrio con el que Bruselas ha tratado a su periferia sur –vista siempre como «países terceros» o «no comunitarios» – y a sus vecinos del este europeo -prácticamente ya integrados en su seno.

Una visión estratégica de futuro lleva a la conclusión de que el desarrollo y la seguridad de Europa dependen en buena medida de que sus periferias inmediatas estén ancladas a su destino. Visto así, se impone la necesidad de ir configurando escenarios que contemplen la incorporación de nuestros vecinos del sur a la dinámica comunitaria, sin descartar en ningún modo la plena integración de todos los ribereños.

En definitiva, hoy la verdadera real politik es apostar por el desarrollo de estas sociedades en todas sus vertientes. Sus habitantes ya han tomado su opción, ¿seguiremos nosotros irremisiblemente aferrados a la estabilidad mal entendida?

Notas:

1. Arab Human Development Report (2009).

2. Discurso pronunciado, el 28 de febrero de 2011, ante el Comité de Asuntos Exteriores del Parlamento Europeo.

3. Argelia, Libia, Marruecos, Mauritania y Túnez. Sin olvidar que el Sahara Occidental sigue a la espera de una solución definitiva.

4. Egipto, Israel, Jordania, Líbano, Siria, Territorios Palestinos Ocupados y Turquía.

5. Arabia Saudí, Bahréin, Qatar, Emiratos Árabes Unidos, Irán, Iraq, Kuwait, Omán y Yemen.

6. Argelia, Chipre, Egipto, Israel, Jordania, Líbano, Malta, Marruecos, Siria, Territorios Palestinos Ocupados, Túnez y Turquía. También figura Mauritania, en calidad de observador permanente, pero su vinculación con la UE se concreta a través del esquema ACP (África/Caribe/Pacífico).

7. La PEV o Política Europea de Vecindad incorpora como novedad, dentro de los países aquí analizados, a Libia.

8. Arabia Saudí, Bahréin, Qatar, Emiratos Árabes Unidos, Kuwait y Omán.

9. «Una Europa segura en un mundo mejor», aprobada en el Consejo Europeo de Bruselas (12 de diciembre de 2003).

10. Documento COM (2011) 200 final (08/03/2011).

11. Una nueva respuesta a una cambiante vecindad, Comunicación de la Comisión Europea al Parlamento Europeo, al Consejo, al Comité Económico y Social Europeo y al Comité de las Regiones, COM (2011) 303, de 25 de mayo de 2011.

12. Conocida también como Directiva de la Vergüenza, fue aprobada por el Parlamento Europeo el 18 de junio de 2008. Supone un intento por promover una política común de inmigración, desde una perspectiva claramente restrictiva de los derechos y libertades en los que se fundamenta la UE.

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Orientación bibliográfica

Arab Human Development Report (2009). UNDP Program.

Obtenido de: http://www.arab-hdr.org/publications/other/ahdr/ahdr2009e.pdf

Füle, Stefan (2011).Discurso ante el Comité de Asuntos Exteriores del Parlamento Europeo (28/02/2011).

Obtenido de: http://europa.eu/rapid/pressReleasesAction.do?reference=SPEECH/11/130&format=HTML&aged=0&

Consejo Europeo (2003).»Una Europa segura en un mundo mejor». Estrategia Europea de Seguridad. (12/12/2003).

Obtenido de: http://www.consilium.europa.eu/uedocs/cmsUpload/031208ESSIIES.pdf

Comisión Europea (2011). Comunicación sobre la Asociación para la Democracia y la Prosperidad Compartida con los países del Mediterráneo Meridional. Documento COM (2011) 200 final (08/03/2011).

Obtenido de: http://ec.europa.eu/commission_2010-2014/president/news/speeches-statements/pdf/20110308_en.pdf

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