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A vueltas con los desastres

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Con el inicio que ha tenido el año 2010 en materia de desastres, con los terremotos de Haití, Chile o Turquía como eventos destacados, resulta obligado preguntarse sobre qué podemos hacer para evitar o, al menos reducir o mitigar su impacto. Y no son solo estos grandes dramas que se agravan en países empobrecidos los que requieren de nuestra atención,  sino que también en los países desarrollados las consecuencias de los fenómenos catastróficos son cada vez mayores. Las pérdidas de vidas humanas, la destrucción material, el coste económico, el impacto ecológico, los efectos psicológicos,… de estos desastres son enormes y ninguna sociedad parece bien preparada para hacerlos frente. Katrina, L´Aquila, el reciente huracán en Francia o la aún más cercana nevada sobre Barcelona, nos recuerdan tozudamente que vivimos con el riesgo y que debemos prepararnos para enfrentarlo. Y no parecemos habernos dado cuenta de ello, ni interiorizado el que los avisos de los científicos sobre el cambio climático van en serio.

La actuación frente a los desastres suele seguir un mismo patrón que se centra en los mecanismos de respuesta y concede escasa importancia a las tareas preventivas, de preparación y de reducción del riesgo. Y este es uno de lo problemas. Incluso la respuesta para ser eficaz debe haber sido planificada previamente. La improvisación que se percibe siempre tras desastres de gran magnitud, la falta de asignación de funciones, la tantas veces nombrada carencia de coordinación, la ausencia de liderazgo en la toma de decisiones, son algunos de los problemas recurrentes que parecemos incapaces de resolver. Y ello es, en general, debido a la falta de los llamados planes de contingencia que, elaborados de modo conjunto entre las diversas instituciones concernidas, distribuyan tareas, asignen competencias y permitan que las tareas de respuesta y de movilización de la ayuda si fuera preciso se realicen con eficacia. Y estos planes deben elaborarse tanto en países empobrecidos proclives a cierto tipo de amenazas, como en países desarrollados que, aunque aparentemente tienen más capacidades para hacerles frente, también se ven enfrentados a nuevos riesgos. Baste recordar la ola de calor que afectó a Francia en el año 2003 y que causó varios miles de muertos en población anciana vulnerable, para darse cuenta de que las amenazas y riesgos que afectan nuestras sociedades no son solo los de gran impacto mediático como terremotos o inundaciones, sino otros que son capaces también de producir demoledores efectos.

Las tareas de preparación, respuesta y recuperación tras los desastres deben formar parte de las políticas públicas de cualquier país; sea rico o pobre. Y deben involucrar a las organizaciones de la sociedad civil que han mostrado en numerosas ocasiones que, por su cercanía a las poblaciones en riesgo, pueden ser muy útiles en todo el ciclo del posible desastre. Pero dado que la magnitud de las catástrofes supera muchas veces la capacidad estatal, y que muchos desastres trascienden las fronteras de un solo país, parece claro que hay que fortalecer los mecanismos internacionales de actuación en casos de desastre ya sean los de prevención o los de respuesta. Se han dado pasos tanto desde la ONU como desde la Unión Europea y otros organismos, pero son aún insuficientes y muchas veces la acción internacional choca con los intereses de los gobernantes nacionales que son reacios a reconocer que la situación les supera y que necesitan de ayuda exterior. Y por extraño que pueda parecer no existen aún normas jurídicas internacionales que clarifiquen este tema. El llamado «Derecho internacional de respuesta ante desastres» es todavía una carencia de la comunidad internacional y aunque se han realizado propuestas desde organismos como Cruz Roja y otros, es más un deseo que una realidad.

Artículo publicado en la Revista Profesiones nº 124, abril de 2010

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