A la sombra de Libia
¿Hasta qué punto fue exitosa la intervención militar internacional en Libia? La situación en la que se encuentra actualmente sumido el país– amenaza de fragmentación y luchas internas- obliga a reflexionar acerca de si realmente valió la pena malograr un principio tan válido y potencialmente efectivo como es el de «Responsabilidad de Proteger», bajo el cual se amparó la intervención.
Por Daniel Amoedo Barreiro
¿Hasta qué punto fue exitosa la intervención militar internacional en Libia? La situación en la que se encuentra actualmente sumido el país– amenaza de fragmentación y luchas internas- obliga a reflexionar acerca de si realmente valió la pena malograr un principio tan válido y potencialmente efectivo como es el de «Responsabilidad de Proteger», bajo el cual se amparó la intervención. Apenas seis meses después de la muerte del dictador libio, las autoridades provisionales del país parecen crecientemente superadas por las rivalidades regionales, tribales y personales. Entretanto, los países que participaron en la operación militar liderada por la OTAN miran para otro lado, desentendiéndose en buena medida del caos actual (cuando no alimentándolo o aprovechándose de él) mientras se empeñan en calificarla como un «éxito».
El tímido consenso– diez votos favorables y cinco abstenciones- que posibilitó la Resolución 1973 del Consejo de Seguridad de la ONU, avalando la intervención, hizo que desde el inicio ésta estuviera marcada por la incertidumbre. Amparada bajo el difuso paraguas de la protección de civiles, permitió a algunos de los países participantes en la intervención extralimitarse del mandato inicialmente concedido. De esta manera, en lugar de pasar a la historia como un referente sin precedentes para la construcción de un mundo mejor, más solidario y humano, ha quedado como una muestra más de la doble vara de medida empleada en las relaciones internacionales y del cortoplacismo que las caracterizan. Así se pone nuevamente de manifiesto hoy cuando se trae a colación la tragedia de Siria, ante la que la comunidad internacional se muestra nuevamente dividida y bloqueada tras el magro balance acumulado en Libia.
En Libia fue fácil sacar adelante la citada Resolución, dado que Muamar el Gadafi era un reconocido «malo» de comportamiento estridente y políticamente aislado (a pesar de la apariencia de constante coqueteo con los máximos dirigentes occidentales). Bachar El Asad, en cambio, era un «malo» por conocer de bajo perfil- o lo fue, al menos, hasta el inicio de la matanza indiscriminada de civiles- y, sobre todo, un mal menor ante cualquier posible alternativa que pondría en peligro el vigente statu quo en la región. Además, se encuentra bajo el ala de Irán y Rusia (este último, junto con China, principal opositor a una hipotética intervención militar internacional). Así se entienden las enormes dificultades para poder aprobar una Resolución que pueda parar, de una vez por todas, los asesinatos en masa que perpetra el régimen dentro de su territorio soberano.
La respuesta a la crisis libia puso de manifiesto la total carencia de un criterio unificado para intervenir en un país cuando existan violaciones aberrantes de los derechos humanos. En este caso se echó mano de la teoría sustentada en el principio de Responsabilidad de Proteger (RdP), que posibilita incluso la injerencia militar extranjera quebrantando la soberanía de un país amparándose en cuestiones humanitarias. Algo así como que la comisión de un mal menor- quebrantamiento de la soberanía de un país- podría evitar un mal mayor- el asesinato de miles de civiles.
Este principio ha quedado fuertemente dañado tras su aplicación práctica en Libia. La Resolución 1973, concebida como un hito en la historia de la ONU, fue utilizada con el fin de provocar la caída de un régimen, tomando partido por uno de los bandos combatientes al convertirse en su principal componente aéreo. Sin esa extralimitación en su aplicación habría sido militarmente imposible que los llamados «rebeldes» se impusieran a las fuerzas leales a Gadafi. En resumen, el mandato inicialmente concedido de protección de civiles se manipuló para optar uno de los bandos enfrentados, allanando la victoria rebelde.
En todo caso, el resultado final es que Libia se enfrenta hoy a la triste realidad de estar formalmente liderado por un gobierno transitorio de dudosa vocación democrática, resquebrajado y con múltiples milicias armadas que, debido al descontrol reinante, cometen constantes violaciones de los derechos humanos con total impunidad.
En estas circunstancias, hay quienes apuntan al RdP como responsable de lo ocurrido. En este punto, y aun asumiendo el grave error cometido en aplicación práctica, es preciso revalidar ese desprestigiado principio mediante un cambio de criterio en su implementación práctica de aquí en adelante. La creciente gravedad de la situación siria (y tantas otras en diferentes lugares del planeta) obliga a pensar en estrategias alternativas que posibiliten una nueva forma de intervenir o que, al menos pongan, freno a la sangría incesante de civiles. Los recursos utilizados habitualmente- embargos y sanciones de carácter económico- se tornan inoperantes ante el embate de una desmedida fuerza militar utilizada al antojo del dictador de turno, ante la que los civiles indefensos poco pueden hacer. Más aún, la falta de agilidad que caracteriza al proceso de toma de decisiones de la ONU puede suponer un duro coste en términos humanos, ya que en cuestión de días se puede terminar con la vida de cientos o miles de civiles.
El debate se reabre con la intención de salvaguardar una doctrina tan útil como necesaria, que ha quedado seriamente vapuleada tras su extralimitada utilización en Libia. La complejidad del mundo globalizado actual, donde cualquier acción en cualquier país influye automáticamente en todos los demás, torna precisa la redefinición de la teoría que sostiene dicho principio. El peligro de no hacerlo es el de que sea imposible volver a activarlo en futuras crisis y de que, por tanto, los civiles no puedan ser protegidos ante situaciones que ponen en riesgo su integridad por un abuso de la soberanía nacional.
Ante esta realidad, es imprescindible reivindicar el principio de RdP, estableciendo con claridad los criterios que deben servir para activarlo y ampliando el instrumental con el que pueda contar la comunidad internacional para una efectiva protección de la población civil sometida a violencia o amenaza directa. Entre estas últimas, cabe citar la creación de corredores humanitarios o zonas liberadas, que se perfilan como opciones viables, dejando la intervención militar internacional como último recurso.
A pesar de los errores cometidos en Libia, sigue existiendo un amplio apoyo al principio de Responsabilidad de Proteger como guía que debe ser salvaguardado. En esa línea, Brasil ha presentado recientemente ante la ONU una iniciativa denominada «Responsabilidad al proteger», que busca la pervivencia y renovación del polémico principio. La diplomacia brasileña propone un cambio de enfoque necesario a la hora de poner en práctica el RdP, que incluya un riguroso análisis de las posibles consecuencias de una intervención militar, pero sobre todo que dicho principio se aplique para lo que realmente fue concebido: la protección de la población civil. El documento repudia cualquier extralimitación y pone el énfasis en la necesidad de agotar todas las vías pacíficas existentes antes de recurrir a la opción militar, afirmando que «el uso de la fuerza (…) bajo ninguna circunstancia puede generar más daño que el autorizado para prevenir».
No será nada fácil revitalizar la RdP tras su mal paso en Libia. Entre otras cosas porque no es nada fácil activar la necesaria voluntad política para caminar en la misma dirección y porque son muchos los intereses geoeconómicos y geopolíticos en juego.