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Negocios espaciales: hagan juego

En esta imagen de septiembre de 2016 un cohete de la NASA despega con la sonda Osiris-Rex desde Cabo Cañaveral (Florida) rumbo al asteroide Bennu (a 320 millones de kilómetros de la Tierra). Tras recoger muestras sobre la superficie del asteroide y mantenerse en órbita, ha iniciado su retorno a la Tierra, previsto para 2023. (AFP/Bruce Weaver).

Para el Equal Times.  [FRANÇAIS] [ENGLISH]

Ámbito para la ensoñación poética de algunos y la competencia geoestratégica de otros, el espacio también empieza a ser un nuevo nicho de mercado para los emprendedores públicos y privados más avispados. Si durante décadas la conquista del espacio ha sido, fundamentalmente, un área más de la competencia estratégica entre grandes potencias, hoy los más atrevidos actores económicos comienzan a vislumbrar la oportunidad de obtener esplendidos beneficios en todo lo que ocurra más allá de los 100 kilómetros de altitud, que es la frontera que señala el comienzo del espacio exterior. El acelerado desarrollo tecnológico y las necesidades humanas (pero también las ansias de traspasar los límites y hasta el afán de exhibicionismo y de notoriedad) apuntan a que, entre otros, la minería espacial y el turismo espacial ya han traspasado las fronteras de la ciencia ficción para convertirse en opciones reales a corto plazo.

En relación con la minería ahí está la reciente noticia sobre el inicio de la vuelta a casa de la sonda Osiris-Rex, de la NASA, con material recogido en el suelo del asteroide Bennu (con el objeto de estudiar el sistema solar primitivo). No es la primera, puesto que ya en septiembre de 2005 la sonda japonesa Hayabusa llegó a las inmediaciones del asteroide Itokawa. Pero, en todo caso, si logra regresar a la Tierra (en septiembre de 2023) será la misión más relevante en este campo, demostrando la posibilidad técnica de tomar tierra en un asteroide, a pesar de su ausencia de gravedad, y traer recursos a casa.

Unos recursos que la NASA se atreve a estimar en unos 100.000 millones de dólares por cada habitante del planeta, basándose en la potencial explotación de los metales y minerales del llamado cinturón de asteroides que orbitan alrededor del Sol, entre Marte y Júpiter. Todo ello sin olvidar los miles de asteroides ubicados entre Marte y la Tierra, contando con que unos 12.000 pasan cada año relativamente cerca de nuestro planeta (identificados como NEA –Near Earth Asteroids–) y, por supuesto, la Luna.

Desde un punto de vista estrictamente económico el potencial acumulado resulta deslumbrante tanto en la Luna (primer objetivo a la vista) como en los asteroides carbonáceos (tipo C), metálicos (tipo M) y silíceos (tipo S). Se trata, en primer lugar, de obtener agua –vital para misiones a otros planetas, para consumo humano y como fuente básica para generar energía en las bases que ahí fuera se puedan instalar y como combustible de las naves interplanetarias–. Pero también son impresionantes las estimaciones sobre la existencia de tierras raras y productos como el hierro, níquel, platino, oro, iridio, paladino, magnesio, rodio, osmio y rutenio.

Más allá de las dificultades técnicas que aún quedan por superar para pensar en una explotación rentable de esos ingentes recursos, son numerosos los problemas jurídicos y hasta éticos que suscita ese hipotético futuro.

Por un lado, tan solo disponemos de un imperfecto Tratado del Espacio Exterior (1967), que establece que ninguna nación puede reclamar la propiedad de ningún cuerpo celeste, pero sin llegar a concretar si lo mismo es válido respecto a los recursos que haya en ellos. Y ese asunto tampoco ha encontrado plena solución en los llamados Acuerdos Artemis, firmados el pasado 13 de octubre por parte de ocho países (Australia, Canadá, Emiratos Árabes Unidos, Estados Unidos, Japón, Italia, Luxemburgo y Reino Unido) para regular la explotación de la Luna, aunque reconocen derechos de propiedad a quienes operen en nuestro satélite y establecen zonas de seguridad alrededor de las futuras bases que allí se establezcan.

También cabe plantear si, por ejemplo, la Luna es o no una persona jurídica o si esa futura explotación no será una nueva forma de colonización. En todo caso, el cambio de etapa a gran escala solo podrá producirse a partir del momento en el que sea posible producir en esos cuerpos el combustible necesario para hacer esos largos recorridos con materiales tan valiosos.

Una confluencia público-privada irreversible

Por su parte, cuando el turismo internacional está aún muy lejos de recuperar la intensidad previa al estallido de la pandemia del coronavirus, ya hay quien lleva tiempo pensando en aprovechar el afán aventurero de algunos privilegiados para hacer caja. De hecho, quien dio el primer paso no fue una empresa privada con visión de futuro, sino una Rusia que, en abril de 2001 y sumida en serios apuros económicos, decidió ofrecer el tercer asiento de su nave Soyuz con destino a la Estación Espacial Internacional (EEI) a un ciudadano estadounidense, Dennis Tito, a cambio de 20 millones de dólares.

La inicial resistencia estadounidense a permitir ese tipo de actividad no logró impedir que se abriera la puerta a otros vuelos similares, que han permitido a otros siete potentados más repetir esa misma experiencia (el último en 2009), y que poco después se fueran incorporando también empresas privadas. A la espera de que en 2023 se reinicie esa modalidad de turismo espacial a la EEI, los vueltos suborbitales privados han registrado un mayor auge desde que, en 2004, la empresa Mojave Aerospace Ventures logró que su nave espacial suborbital, SpaceShipOne, llegara hasta los 103 kilómetros de altitud. Desde entonces, se han acelerado los proyectos capaces de resolver los problemas técnicos que plantea un viaje de ese tipo y abaratar sustancialmente los costes.

Y esto último, en tiempos de obligada austeridad, es lo que también parece haber atraído la atención de las agencias estatales por contar con emprendedores privados –entre los que, de momento, destacan SpaceX, Blue Origin y Virgin Galactic– con los que compartir riesgos y costes en sus propios proyectos nacionales, al tiempo que estas últimas compiten ya entre sí por situarse con ventaja en el mercado privado. Todo ello hace suponer que la confluencia público-privada resulta ya irreversible, por ejemplo, para llevar astronautas o material a la EEI, a la Luna o más allá –en mayo del pasado año los astronautas de la NASA llegaron a la EEI a bordo de la nave Crew Dragon, de SpaceX, la misma empresa que muy pronto los llevará hasta la Luna, en la nave Starship–. Las mismas naves en las que ya está previsto que muy pronto viajen particulares, tanto a la EEI como a nuestro satélite.

Y esa misma cooperación entre Estados y empresas privadas se repite para dar respuesta a las crecientes necesidades que plantea el incesante desarrollo tecnológico en telecomunicaciones, inteligencia artificial y 6G con servicios satelitales cada vez más sofisticados.

Sirva como ejemplo para hacerse una idea del potencial comercial que supone proveer internet de alta velocidad y bajas latencias en las zonas rurales y en países en desarrollo a bajo coste, el empeño en el que está metido Elon Musk, a través de su empresa Starlink (filial de SpaceX). A finales de este mismo año calcula que habrá asegurado una cobertura completa, tras haber realizado un total de 28 lanzamientos de satélites desde 2018 (60 de promedio en cada lanzamiento), y espera tener una constelación de unos 42.000 a finales de 2027, en una órbita de unos 550 kilómetros de altitud. Y detrás ya asoman otros proyectos como el de la británica OneWeb, el de Amazon (Proyecto Kuiper) o el de China (Starnet).

Son muchos aún los obstáculos por superar y las dudas por aclarar, pero ninguno de ellos parece suficiente para frenar el afán de quienes ya miran hacia las estrellas con ojos avariciosos, mientras son los empresarios estadounidenses los que más se están movilizando en esa línea. Y aunque sigue habiendo más preguntas que respuestas para materializar tantos sueños empresariales, continúan multiplicándose los anuncios sobre proyectos aún más rocambolescos, como el de la empresa Gateway Foundation para construir un hotel en órbita terrestre, o el de Orbital Assembly Corporation para poner en marcha el proyecto Voyager Station, consistente en 24 módulos ensamblados para formar unaespecie de rueda giratoria en la que poder alojar a quienes superen su temor al riesgo inherente a este tipo de aventuras y cuenten con medios económicos suficientes para pagar el capricho. Hagan juego señoras y señores.

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