Incierta carrera contrarreloj en Iraq
(Para Revista Afkar/Ideas)
Con el trasfondo de más de siete años de guerra y lejos aún de la salida al túnel en el que se encuentra, Iraq es el escenario en el que diversos actores parecen implicados en una compleja carrera sin vencedor claro a la vista. Aunque todos pretenden ganar, unos están corriendo un sprint al máximo de su capacidad para alcanzar su objetivo de inmediato, mientras que otros son maratonianos, convencidos de que la resistencia puede ser más rentable que el esfuerzo explosivo. Incluso muchos de aquellos que, a primera vista, pueden parecer meros espectadores que apenas esconden sus preferencias por alguno de los corredores, en realidad son también competidores muy interesados en inclinar la balanza a su favor, sea para que su protegido gane la competición o, mejor aún, para ser reconocidos como los verdaderos vencedores.
Entre los primeros destaca Estados Unidos (EE UU) y, a su estela, el resto de los países que han desplegado tropas en el país desde el arranque de la invasión iraquí en marzo de 2003. En su afán por poner fin a lo que la administración de Barack Obama calificó ya desde sus primeros pasos como «la guerra equivocada»- frente a la de Afganistán, que sería «la guerra correcta»-, Washington ha anunciado un calendario que le deja poco margen de maniobra. De los 145.000 soldados estadounidenses que había desplegados sobre el terreno cuando Obama llegó al poder en enero de 2009, se ha pasado desde el 1 de septiembre a un total de 50.000. EE UU, consciente de la imperiosa necesidad de recuperar el margen de maniobra estratégico que ha perdido desde el infausto 11-S, se siente muy apurado para consolidar una cierta estabilidad en Oriente Medio que le permita dedicarse a otros asuntos de orden geopolítico y geoeconómico que pueden cuestionar su pretendido liderazgo para las próximas décadas.
Es por eso por lo que aceleró el proceso con un inicial aumento de los efectivos militares desplegados para intentar quebrar la resistencia de los diferentes grupos violentos en presencia, seguido de la compra de voluntades y el suministro de armas a los grupos suníes que se habían aliado con Al Qaeda. Como parte de ese mismo replanteamiento se produjo un cambio de objetivos, abandonando la idea de lograr una victoria militar y democratizar Iraq- como apuntaba la visión idealista de George W. Bush-, y contentándose con estabilizarlo e impedir que pueda romperse o caer de manera irreversible en manos de Irán. Para ello también resulta necesario que el país quede en manos de unos líderes que acepten el statu quo imperante, en el que todos los grupos representativos se sientan integrados y en el marco de un gobierno que cuente con medios suficientes (fuerzas armadas y policía) para evitar derivas desestabilizadoras.
En lo que cabe interpretar como una clara señal del realismo que define al actual inquilino de la Casa Blanca, este giro ha llevado a reducir su presencia militar, hasta desembocar en el anunciado fin de las misiones de combate de sus tropas en suelo iraquí, para dar paso a una nueva etapa que, desde sus 94 bases e instalaciones militares (frente a 357 en junio de 2009), pretende dedicarse únicamente al apoyo e instrucción de las fuerzas de seguridad iraquíes (conformadas por unos escasamente operativos 665.000 efectivos, entre militares y policías), a participar en operaciones de contraterrorismo y a proteger los esfuerzos civiles y militares realizados por EE UU en suelo iraquí. Como colofón de estos planes, el 1 de enero de 2012 no debería haber ningún soldado estadounidense en territorio iraquí.
En contrate bien visible de ese forzado optimismo pacificador, la situación actual muestra las enormes dificultades para que Washington y sus aliados locales salgan victoriosos. En el terreno de la seguridad, durante el pasado mes de julio se duplicó el número de víctimas civiles (396; a las que habría que añadir 89 policías, 50 soldados y 105 insurgentes) con respecto al mismo mes del año anterior, rompiendo la dinámica de mejora que se venía registrando desde 2008. Seguramente no es ajeno a este dato el que, seis meses después de la celebración de las elecciones generales (7 de marzo), haya sido imposible conformar un nuevo gobierno.
Esta parálisis política no solo se traduce de inmediato en un mayor nivel de inseguridad, en el que otros competidores en la misma carrera no dudan en recurrir a la violencia o a la amenaza para incrementar sus opciones de victoria, sino también en una palpable decepción ciudadana sobre la posibilidad de mejora de su nivel de bienestar. En un primer intento por desbloquear esa situación, el Tribunal Supremo determinó (el pasado 1 de junio) que la norma de encargar la formación de un gobierno al grupo político con mayor número de escaños no se refería al que hubiera obtenido más diputados en la convocatoria electoral (el intersectario bloque Iraqiya, con sus 91 escaños (1)), sino a la formación que lograra mayor respaldo parlamentario (la conformada por el Estado de la Ley (2), con 89 escaños, y la Alianza Nacional Iraquí (3), con 70). Al día siguiente el mismo Tribunal ratificó esos resultados electorales, abriendo así un proceso que debería permitir la celebración de la primera sesión del nuevo Parlamento nacional (en un máximo de quince días a partir de esa fecha), la designación de su presidente (quince después como máximo), el nombramiento de un nuevo jefe de Estado (antes de treinta días después de la primera sesión parlamentaria) y la constitución de un nuevo gobierno (en un plazo que no debería superar los quince días).
A día de hoy (1 de septiembre de 2010) es bien sabido que ni siquiera se ha convocado la primera sesión parlamentaria, por lo que resulta imposible que se cumplan los plazos señalados. A la espera, por tanto, de lo que depare todavía la discusión a varias bandas que se está desarrollando ininterrumpidamente desde hace meses, cabe adelantar algunas consideraciones que confluyen inevitablemente en un juicio inquietante para el futuro de Iraq.
En función del camino recorrido hasta aquí parece imponerse la idea de que, a pesar de su victoria, Iraqiya no logrará convertirse en la fuerza dominante en el nuevo gabinete ministerial. Esto desbarata la visión preferida por la comunidad internacional, en la medida en que esta fuerza política es la única de carácter no sectario (con árabes y kurdos, suníes y chiíes en su seno), a lo que añade un perfil laico y un significativo respaldo de los votantes suníes. Interesa recordar que, a diferencia del boicot que los suníes decidieron en los comicios anteriores, ahora volvían al juego político estimulados por Washington en un contexto que les ofrecía la reintegración en la vida nacional y la posibilidad de recuperar al menos una notable cuota de poder. Si finalmente se confirma la imposibilidad de Iraqiya de convertir sus votos en poder efectivo, las consecuencias pueden ser muy negativas no solo para sus militantes, sino también para la convivencia entre comunidades y para la estrategia diseñada por EE UU.
Mucho más probable parece que los representantes de Estado de la Ley y de la Alianza Nacional Iraquí (ANI) copen el poder gubernamental, con algún apoyo adicional para superar la barrera de los 163 escaños necesarios para lograr la mayoría absoluta de la cámara, si logran superar sus diferencias (la principal de las que se han hecho públicas es la notoria resistencia de ANI a permitir que Nuri al Maliki repita como jefe de ese hipotético gobierno). Aun con todos los matices que quepa establecer entre ambas, se trata de fuerzas inequívocamente chiíes, con un componente religioso nada desdeñable en sus propuestas y con unos indisimulados vínculos con Irán. De ahí se deriva que su llegada al poder sería interpretada como una victoria no solamente para quienes representan a la mayoría de la población iraquí (60% son chiíes y 40% son suníes, aunque para la mitad de estos últimos pesa más su identidad étnica kurda), ensanchando las brechas que existen entre esas comunidades, sino, y eso es más delicado para los equilibrios regionales, para Teherán.
No se agotan ahí las posibles vías de salida de la situación actual. Ante la falta de resultados de las interminables negociaciones para encajar el complejo rompecabezas derivado de las elecciones comienza a abrirse paso la posibilidad de constituir un Gobierno de Salvación Nacional. Impulsada por Washington y avalada por la ONU, es una iniciativa que pretendería evitar la previsible inestabilidad provocada por quien se sintiera marginado en cualquiera de las dos opciones anteriores. A pesar de que ya se ha filtrado incluso el nombre de quien podría encabezarlo- Jawad Boulani, ministro de interior en funciones- y de que ninguna fuerza política ha rechazado frontalmente la idea, ni su formación puede darse por asegurada, ni, mucho menos, de ella cabría esperar que derivara el final de los problemas para Iraq. Más bien, si se llega a este punto, solo se habrá logrado comprar un poco de tiempo para intentar perfilar una solución (indefinida a día de hoy) en la que todos los participantes terminen convenciéndose de que han logrado salir airosos, ante la imposibilidad de lograr una victoria inapelable.
En este punto vuelve a ponerse de manifiesto el diferente tipo de carrera contrarreloj en el que están implicados los diferentes corredores. Estados Unidos se encuentra muy apurado para intentar cerrar dignamente su infortunada aventura iraquí- no solo por el reto que le plantea Afganistán/Paquistán sino también para atender mejor a la emergencia de Rusia y China en otros escenarios. No puede dejar el caos tras de sí y por ello precisa urgentemente contar con un socio local fiable y capaz de controlar un país tan estructuralmente fragmentado como Iraq. No ya aspira a ningún tipo de victoria militar, sino a mantener a salvo sus intereses en el país y en la zona, al tiempo que pretende evitar que sus poderosas fracturas internas puedan desembocar en un conflicto que le obligue a prolongar su estancia en el país más allá de lo previsto. Para ello seguirá militarmente en el terreno por un tiempo, tratando de compensar el innegable mayor peso chií en Iraq con la complicidad de kurdos y árabes suníes. Todo ello procurando, por un lado, que la especificidad kurda no derive en problemas para Turquía y, por otro, que Irán no aumente su peso en Iraq.
Cabe imaginar que, por definición, otros corredores están empeñados en arruinar los cálculos estadounidenses y los de sus aliados. Para ellos es importante evitar la reintegración política de los suníes, y en esa clave hay que interpretar la barrera impuesta a Iraqiya y los crecientes ataques a miembros de esa comunidad que, por su parte, desconfían de forma cada vez más abierta de las promesas de sus valedores (inmunidad por su pasado, poder político y acceso a trabajo y recursos económicos). También lo es torpedear los planes kurdos, sea para evitar que controlen definitivamente la importante zona petrolífera de Kirkuk o que el próximo presidente del país sea uno de los suyos. Incluso entre los chiíes asociados en la ANI las divergencias siguen siendo bien visibles- entre los que se alinean nítidamente con Irán y los que prefieren tomar ciertas distancias.
En definitiva, ninguno de los corredores tiene hoy la victoria garantizada. Pero son los que están corriendo un sprint los que antes pueden agotarse frente a los que consideran que el tiempo corre a su favor. Estos últimos pueden pensar que solo tienen que aguantar un poco más hasta que el país se vacíe de presencia extranjera, preocupándose mientras tanto en hacer visible su capacidad de resistencia (sea la franquicia local de Al Qaeda, los nacionalistas violentos o las milicias suníes o chiíes que se resisten a subordinarse al gobierno local). En un plano superior, conviene no olvidar que quizá la clave sobre el futuro inmediato de Iraq se está determinando en las mesas donde los representantes de Washington y Teherán intentan encajar sus respectivos intereses. Visto así, Iraq sería solo circuito en el que la carrera tiene lugar.
Notas:
1. Liderado por el anterior primer ministro, Iyad Alawi.
2. Encabezada por el actual primer ministro, Nuri al Maliki, en clave netamente chií.
3. De la que forman parte tanto el Consejo Supremo Islámico de Iraq, bajo la autoridad de Emar al Hakim, como el movimiento sadarista de Muqtada al Sader y la organización Bader; todos ellos de adscripción chií bajo la influencia de Teherán.