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El rompecabezas de Afganistán: un problema de todos

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(Para El Correo)

 Cuando se acaban de cumplir ocho años desde el inicio de la campaña militar contra el binomio taliban/Al Qaeda, con Afganistán como escenario principal, se impone la idea de que nada sustancial ha cambio para mejor. El país, sumido en la violencia al menos desde 1979, no ha podido encarar una senda de reconstrucción en ningún ámbito de la vida nacional y la inseguridad es una realidad inesquivable para sus más de 25 millones de habitantes. Su gobierno, en manos de un presidente que ha mostrado sobradamente sus limitaciones para encarar con ciertas garantías el futuro común de los afganos, se hunde en el descrédito como resultado de su alto nivel de corrupción y su escasa eficiencia en la gestión de los asuntos públicos. Por otra parte, tanto Al Qaeda como el movimiento taliban mantienen su capacidad operativa, y ni siquiera sus principales líderes han podido ser detenidos. El efecto dominó de la inestabilidad afgana amenaza de manera muy directa a la región, con Paquistán como foco de preocupación más notable. Por lo que respecta a la implicación internacional, el tiempo transcurrido ha permitido constatar que la estrategia elegida hasta hoy no rinde frutos positivos.

Dado este cúmulo de factores negativos, puede decirse que Afganistán está hoy peor que  cuando el 7 de octubre de 2001 comenzó la operación “Libertad duradera” (sustituyendo a la inicial denominación de “Justicia infinita”), liderada por Washington. Tampoco ha funcionado mejor la misión desarrollada por la OTAN, identificada como ISAF (Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad) desde su aprobación por el Consejo de Seguridad de la ONU en diciembre de 2001, como efecto combinado de su escasez de efectivos, de la propia indefinición de su mandato (teóricamente de reconstrucción), de las fuertes limitaciones que imponen los distintos gobiernos con contingentes militares en el terreno y de la desconexión real con la operación estadounidense (directamente orientada al combate contra los insurgentes). En resumen, la realidad muestra inquietantes síntomas de un deterioro que nos sitúa ante un empantanamiento del que nadie sabe cómo salir, sin que la expulsión del poder en Kabul de los taliban, único objetivo cumplido ya en noviembre de ese mismo año, permita ningún juicio optimista.

Asumiendo que la amenaza que representaba el mencionado binomio era muy real y significativa en 2001, solo puede calificarse como un error la cadena de decisiones que se inició con la campaña militar contra Iraq cuando aún no había sido eliminada tal amenaza. De este modo- y sin olvidar que la de Iraq ha sido igualmente una desventura en la que confluyen errores derivados de una ideología fundamentalista con el desprecio por la legalidad internacional- se dejó sin rematar una tarea necesaria para la estabilidad de la región y para el planeta en su conjunto. Hoy, y desde hace al menos cuatro años, los taliban muestran a las claras su capacidad para perturbar la vida a los afganos y a los actores externos presentes en el país, hasta un extremo que plantea dudas muy poderosas sobre el futuro.

Para unos, la opción más evidente es la retirada inmediata. En defensa de esta opción se entremezclan argumentos no siempre justificados. Así, suele aducirse que la presencia militar extranjera en el país sería ilegal- olvidando que la ONU ha respaldado desde su inicio dicha presencia-, y, por tanto, solo cabría abandonar el país. Se insiste también- y esto es aplicable al debate español- que estaríamos metidos en una guerra de contrainsurgencia y no en tareas de reconstrucción y estabilización. Con ser esto cierto, conviene no jugar a la confusión, como suelen hacer muchos críticos a la actual implicación militar española en Afganistán, para intentar justificar a posteriori lo que otro gobierno decidió a la hora de participar, en marzo de 2003, en una invasión ilegal (lo dice la ONU) como la liderada por la Administración de George W. Bush contra Iraq. Estamos en una guerra, pero eso no convierte nuestra presencia en ilegal e ilegítima como era el caso en Iraq. Otra cosa es que el actual gobierno no sea capaz de asumir su tarea, liderando el esfuerzo de pedagogía política que supone explicar a la sociedad las razones de nuestra presencia allí, dejando de jugar a un insostenible discurso que maneja referencias plúmbeas que a nadie convencen.

Para otros, es necesario mantener el esfuerzo, conscientes de que el evidente fortalecimiento de Al Qaeda y de los taliban es, sin más, una pésima noticia para la seguridad regional y mundial. No es necesario plantear escenarios catastrofistas para convencerse de ello. Basta, por una parte,  con atender a unos hechos que demuestran el imparable empuje de esos actores en la mayor parte del país- mientras Karzai, con su fraudulenta victoria electoral, sigue alimentando su imagen de actor irrelevante, incapaz de imponerse a los “señores de la guerra” y a líderes locales que no ocultan su enemistad con el debilitado presidente. Por otra, y asociado al probable colapso afgano, resulta no menos inquietante la posibilidad de que Paquistán (un país dotado de armas nucleares) llegue a ese mismo punto.

Lo mínimo que podemos hacer, como plantea ahora un sorprendente Premio Nobel de la Paz como Barack Obama, es declarar abiertamente que estamos allí no para democratizar Afganistán o para hacer cumplir plenamente con los derechos humanos, sino, fundamentalmente, para defendernos de una amenaza que nos afecta muy directamente. La estabilidad de Afganistán es, en definitiva, el imperioso objetivo a lograr a corto plazo.

Entendido en esos términos, la retirada no es una opción inteligente, salvo que apostemos por nuestro propio suicidio. Y decirlo así no equivale a validar- antes bien, al contrario- la nefasta “guerra contra el terror”, impulsada por un no menos nefasto Bush. Significa, simplemente, reconocer que los errores acumulados en estos ocho años- incluyendo el protagonismo militar en una respuesta globalmente insuficiente y la huida hacia adelante de la OTAN, buscando tareas para las que no está capacitada- no nos permiten desentendernos de lo que allí ocurre. Como ya quedó claro en la última cumbre de la OTAN, no es factible (ni deseable) desplegar los 400.000 soldados que algunos especialistas demandan como única forma de garantizar por vía militar esa estabilidad aun tan lejana.

En lugar de eso, lo que sí es posible es establecer una estrategia de carácter civil, que incorpore un esfuerzo militar realmente coordinado desde la ONU, que apueste por la satisfacción de las necesidades básicas de la población afgana y por su seguridad física. Un esfuerzo de esa naturaleza solo podrá rendir sus frutos si la implicación es de largo plazo, fomentando la emergencia de una sociedad civil hoy aplastada (que debe ser la protagonista principal de la tarea), buscando la fragmentación del movimiento taliban (lo que significa negociar con aquellos que puedan separarse de los violentos), implicando a actores como Irán, Paquistán, China y Rusia alrededor de intereses que todos compartan (la estabilidad, una vez más) y procurando no tratar a las respectivas opiniones públicas de los países allí implicados como infantes inmaduros para comprender el mundo en el que vivimos. ¿Demasiadas condiciones para solucionar el rompecabezas?

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