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Correa sigue en Ecuador: un ejercicio electoral complejo y esperanzado

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Desde que se aprobó la vigente Constitución, el 28 de septiembre de 2008, Ecuador tiene la singularidad de poseer dos poderes estatales más allá de los tradicionales: el electoral y el ciudadano. Ambos tienen su razón de ser en los últimos cambios políticos que tuvieron su punto de arranque en 2006. El poder ciudadano responde a la llamada “revolución ciudadana”, que el actual Presidente Rafael Correa emprendió para llegar al poder, aunando bajo este nombre el paquete de medidas económicas, sociales y políticas para gobernar Ecuador.

Su victoria en la segunda vuelta de las elecciones (15-10-2006) desencadenó una vorágine de cambios institucionales, iniciados con la aprobación de la nueva Constitución (2008), con un apéndice que incluía el Régimen de Transición, concentrado en un capítulo “de las elecciones” y otro “de la transición institucional”.

El proceso electoral que en ella se regula se refiere exclusivamente a las recientes elecciones del pasado 26 de abril- en las que se designaba al presidente y al vicepresidente de la república, a los Asambleístas Nacionales y Provinciales, a los prefectos y viceprefectos provinciales, a los alcaldes municipales y a los concejales. La única dignidad (así se designa en Ecuador a los distintos tipos de elecciones) que ha quedado pendiente para el próximo mes de junio es la de los representantes del Parlamento Andino. En relación a la transición institucional, se reestructura la nueva función electoral “permanente”, reformando las antiguas instituciones con la creación de un Consejo Nacional Electoral (CNE) y de un Tribunal Contencioso Electoral.

Antes de analizar en mayor detalle el reciente proceso electoral, interesa insistir en la innovación que supone la creación del poder ciudadano, cuyo eco constitucional se encuentra en el capítulo V de la Constitución: “Función de Transparencia y Control Social”. Supone una innovación que, aunque en sus principios siga siendo más bien teórica y orgánica que funcional, puede que con el tiempo se justifique su existencia como contrapeso a los excesos de los otros poderes del Estado. En un tímido intento de despolitizar estos organismos recién creados- como el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social, la Defensoría del Pueblo y la Controlaría General del Estado- sus representantes tendrán un ejercicio de cinco años y, a pesar de que la Asamblea Nacional pueda proceder a su eventual destitución si se llega a un enjuiciamiento político, no podrán designar a nuevos miembros antes de que se cumpla dicho plazo. Se ha intentado cumplir así con parte de las promesas defendidas por el presidente Correa y su Alianza en la llamada “revolución ciudadana”.

Hagamos pues un poco de memoria política reciente. Con su victoria de 2006, Correa (56,67% de votos en la segunda vuelta) consolidó su poder al frente de la recién creada Alianza PAIS/PS FA- surgida a partir de organizaciones como Jubileo 2000, centrada en el problema de la deuda externa, Iniciativa Ciudadana y Acción Democrática Nacional, junto a un nutrido grupo de intelectuales izquierdistas y de amigos personales del propio candidato. Esta plataforma política se identifica con lo que se conoce como la “nueva izquierda latinoamericana”, cuyo punto común es la reivindicación de la necesidad de profundizar en los procesos democráticos no sólo como forma de gobierno, sino como forma de vida. La democracia participativa y la consolidación y promoción de mecanismos de participación directa de los ciudadanos en la vida política, económica y social del Estado, son su principal base ideológica.

A esta victoria siguieron la consulta popular para la formación de una Asamblea Constituyente (15-4-2007), el referéndum constitucional (28-9-2008) y la aprobación de la actual Constitución (con el 63,93% de los votos). Sólo un mes después de la toma de posición de los miembros del Consejo Nacional Electoral se convocaron las elecciones que ahora acaban de celebrarse. Toda una vorágine que, desde la perspectiva ciudadana adquiere sentido si, finalmente, este viaje tan democrático tiene resultados reales y tangibles, más allá del discurso político. Porque campaña política, en su estricto sentido, no ha habido en Ecuador, tal como reconocen diversas fuentes de opinión. En todo caso ha habido, eso sí, “campaña”, pero sin contenido político ni ideológico, en buena medida porque ya se asumía que la suerte estaba echada antes de las elecciones, al menos en lo que afectaba a la presidencia.

Por diferentes razones las críticas sobre un fraude electoral a gran escala se han multiplicado hasta implicar no solo a los contrincantes políticos, sino también al “arbitro del partido” (Consejo Nacional Electoral). Se trata de una acusación infundada, al menos en lo de “gran escala”, ya que el proceso ha supuesto un avance importante en cuanto a transparencia y fiabilidad de los resultados. No es arriesgado afirmar que era bastante improbable la comisión de fraudes en el fondo del procedimiento, aunque siempre en la forma la tentación está abierta para todos.

En resumen, se han vivido 45 días de campaña salpicadas de improperios, acusaciones entre candidatos e insultos personales cruzados, más propios de los nefastos “reality show” televisivos tan habituales en nuestros días. Sólo en contadas ocasiones Rafael Correa ha sido capaz de centrarse en la crisis financiera, la inflación y otros problemas sociales y económicos del país- tal vez por la confianza que le daban los pronósticos favorables a su candidatura ya en la primera vuelta (aunque otros candidatos como Álvaro Noboa, Lucio Gutiérrez o Marta Roldós manejaran previsiones supuestamente favorables a sus intereses). En estas circunstancias, las demás dignidades han presentado un relativo mayor interés y ferocidad en sus campañas, ya que aquí las estadísticas daban más empates técnicos de los deseados por los propios candidatos, y la cercanía de los candidatos a los gobiernos locales atraían una mayor atención para los ciudadanos de a pie (especialmente en las elecciones a prefectos y alcaldes). No puede extrañar así que el cierre de campaña se haya vivido como un alivio para muchos ecuatorianos, que ni siquiera pudieron disfrutar de una jornada de reflexión.

Quizás más interés pueda suscitar las innovaciones que se produjeron durante el proceso electoral, así como ciertas particularidades de la jornada electoral, todo ello desde una perspectiva europea. En relación a las innovaciones, destaca el reconocimiento para los jóvenes entre 16 y 18 años del derecho al voto facultativo (lo que aumentó en 507.534 electores el censo electoral). Es una medida en sintonía con la “revolución ciudadana”, criticada por los opositores que alegaban que estos jóvenes no tienen “conciencia política” y que su participación iba a esconder un voto impositivo de padres a hijos que beneficiaría directamente a Correa. No obstante, esta ampliación del voto no solo influyó en los resultados electorales, sino en todo el proceso anterior de la formación de las Juntas Receptoras del Voto y de las Juntas Intermedias (condensación de escrutinios de cada cierto grupo de Juntas Receptoras del Voto), con estudiantes de estas edades que han desempeñado funciones electorales y que han ayudado notablemente en el desarrollo de los procedimientos. Otro aumento del censo electoral ha derivado de la decisión de que los reclusos sin condena firme (2.749) custodiados en prisión, centros de rehabilitación social y centros de adolescentes pudieran, por primera vez, ejercer su voto.

También hay que sumar en esta misma línea a los ecuatorianos residentes en el exterior, personas con discapacidad, policías y militares, y extranjeros residentes en Ecuador (un total de 86.426 extranjeros).

Recordemos que, en Ecuador, el voto es obligatorio entre los 18 y los 65 años (lo que resulta en 10.529.765 electores). Si no se vota, y no se posee el certificado recibido tras firmar en el censo electoral y depositar el voto, se ha de pagar una multa que para muchos puede suponer una carga importante. Pero más allá de la cuantía económica está el hecho de que esta circunstancia puede enturbiar el expediente de un ciudadano, causándole algún que otro quebradero de cabeza si aspira a la función pública, o simplemente en la búsqueda de un nuevo trabajo, ya que junto a la cédula de identidad personal es costumbre en el país pedir la certificación de haber votado en las últimas elecciones.

Más anecdótico puede parecer la aplicación de la “ley seca” que rige los dos días anteriores a los comicios y hasta el mediodía del siguiente; pero hay que tener en cuenta que acudir “bebido” a la mesa electoral es constitutivo de delito. Por último, resulta llamativo que los hombres y las mujeres voten por separado, existiendo juntas receptoras del voto de hombres y juntas receptoras del voto para mujeres. La razón parece responder una tradición que no se sabe muy bien cómo se hizo “costumbre”.

El escrutinio de las seis papeletas que la ciudadanía ha depositado en las urnas ha sido arduo y largo… muy largo. Tanto es así que la tardanza en publicar los resultados oficiales por parte del CNE no ha hecho sino aumentar las críticas a su gestión, especialmente con la creación de las Juntas Medias de Escrutinio. Desde un punto de vista técnico y funcional, esta creación ha sido un acierto que corre un grave peligro dadas las críticas recibidas por los actores políticos que las han acusado desde la campaña electoral de ser la base del posible fraude electoral. Es difícil, muy difícil, que se pueda producir tal fraude en una Junta Media de Escrutinio, dado que el proceso de escaneo, código de barras de sobres de actas y cómputo de actas electorales pasa por tantos exámenes que es casi inviable. El problema ha residido, en mi opinión, en dos elementos principales: la falta de formación de los miembros de las juntas receptoras de voto para un proceso tan complicado y tedioso, manual, de escrutinio, y el mismo hecho de que se celebraran unas macroelecciones con seis votaciones diferentes, cuando además, todas las papeletas iban a la misma urna. Este tipo de desajustes ha hecho, sin duda, que el recuento haya sido largo y penoso y que el número de actas nulas haya sido muy elevado, retrasando la publicación de resultados oficiales totales a nivel estatal.

Para varias dignidades, el voto podía emitirse de dos formas diferentes: en plancha (votando a todos los candidatos de una misma lista electoral) o unipersonalmente (votando a los candidatos individualmente al margen de su adscripción partidista). El recuento manual de este tipo de papeletas es dilatado y minucioso y el cumplimiento de las actas que habrán de enviarse a las Juntas Intermedias para su procesamiento y envío directo a la sede en Quito del CNE ya se intuía que sería igualmente prolongado. El voto unipersonal es, sin duda, un paso más en la mejora del sistema democrático (en España no está permitido, por ejemplo); pero cabría preguntarse si el pueblo ecuatoriano estaba preparado ante tanta novedad simultánea. A veces los pasos excesivamente grandes, por acertados que sean, provocan tropiezos que impiden su éxito.

En relación a los resultados (a la espera de un análisis futuro más detallado) la conclusión es breve. A excepción de los resultados oficiales de la presidencia, que confirma la victoria inapelable de Rafael Correa (51,8% de los votos), al cierre de este texto los correspondientes a las otras cinco elecciones son aún parciales y provisionales. El alto número de actas incorrectas y defectuosas está ralentizando la obtención de resultados definitivos, obligando a nuevos recuentos y procedimientos de revisión. Sólo en las provincias de Zamora, Pastaza, Napo, Galápagos, y Cañar, de las 24 del país, los resultados están escrutados al 100%. Es por ello que aún se ha de tener paciencia para poner fin al intenso proceso electoral y para abrir definitivamente una nueva etapa en la que los discursos, políticos y no tan políticos, dejen paso a la etapa de verificación de voluntades políticas y de, esperemos, un avance hacia la mejora de la calidad de vida de los ecuatorianos en su propio país.

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