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Biden y Putin, duelo de salón en Ginebra

El presidente Joe Biden y el presidente Vladimir Putin se saludan antes de su reunión en Ginebra. Kremlin/dpa

Para ElDiario.es

¿Qué cabía esperar de una reunión en la que uno de los asistentes (Joe Biden) llama «asesino» a su interlocutor (Vladimir Putin) y este último replica que el Estado al que representa el primero es oficialmente un «país hostil»? Una reunión propuesta por el primero, diciendo que busca marcar las líneas rojas al segundo, y aceptada por este como un reconocimiento de que, como él mismo sueña, Rusia sigue siendo una superpotencia. Una reunión en la que las diferencias son mucho más acusadas que las coincidencias, pero que se explica, fundamentalmente, porque ambos necesitan definir una base común para gestionarlas, sin despeñarse en una deriva de la que ninguno saldría ganando.

Si algo puede tener claro Biden es que ni las palabras gruesas ni las sanciones van a llevar a Putin a modificar el rumbo que se ha trazado hace tiempo. Internamente ha procurado y logrado eliminar cualquier oposición organizada con suficiente peso para cuestionar su poder autoritario. Y en el exterior, en su afán por consolidar a Rusia como una de las grandes potencias y librarse de lo que percibe como un asedio liderado por Washington, sigue recuperando buena parte de la influencia que perdió con la desaparición de la Unión Soviética, tanto en el Asia central como en la Europa oriental.

Decidido a ello, Putin se ha demostrado como un consumado especialista en moverse en la zona gris, aquella que supone dar pasos efectivos por debajo del umbral en el que el adversario se vea forzado a responder directamente por vía militar. Así, desde Georgia (2008) hasta Bielorrusia (2020), pasando obviamente por Ucrania (Donbas y Crimea, 2014), Moscú ha ido avanzando sin desmayo en atemorizar a sus vecinos, al tiempo que ha desnudado el discurso occidental –con Washington a la cabeza–, mostrando su falta de voluntad para pararle los pies y jugársela en defensa de unos países que se ven abandonados ante el apetito ruso.

Putin tiene además una enorme ventaja frente a su oponente, en la medida en que ha logrado, con sus particulares métodos de captación y represión, descafeinar completamente a la oposición parlamentaria y a las organizaciones de la sociedad civil –sirva Alexei Navalny como ejemplo más reciente–, lo que le da un mayor margen de maniobra para implementar sus planes.

Por el contrario, es cierto que Biden no pretende –al contrario que la mayoría de sus predecesores– «resetear» sus relaciones con Rusia, sino únicamente hacerlas más previsibles. Pero solo dispone de una breve oportunidad, antes de que las elecciones parlamentarias del próximo año puedan obligarle a reducir sus ambiciones de cambio, y ahora mismo tampoco tiene nada sustancial en sus manos para lograr un cambio de actitud de su oponente. Quizás, por eso, hay que ver las etapas previas este encuentro –cumbre del G7, cumbre de la OTAN y cumbre EE UU-Unión Europea– como un intento de Biden por recabar apoyos para sentarse con Putin desde una posición aparentemente más sólida.

Siguiendo el guion ya establecido de antemano por Putin, y aunque de momento no ha trascendido que se haya logrado ningún acuerdo formal entre ambos mandatarios, la reunión apenas ha alumbrado un indefinido acercamiento para explorar un diálogo regular sobre algunos temas como el control de armas nucleares (entre ambos poseen, a partes iguales, en torno al 93% de todas las cabezas nucleares existentes en el planeta) y alguna iniciativa para tratar conflictos regionales, como el de Siria y Libia, o el cambio climático.

Más difícil era que, incluso aunque las atemperadas declaraciones formales hayan querido mostrar avances, se pudiera alcanzar un mínimo entendimiento en cuestiones más peliagudas como la injerencia rusa en procesos electorales de Estados Unidos y otros países o los ciberataques que señalan a Moscú como responsable o cómplice. Mucho menos, sobre la promoción de los valores democráticos o el respeto de los derechos humanos, terrenos en los que Washington trata de arrinconar a Moscú, planteando el debate en términos de democracia y valores frente a autoritarismo, como si EE UU tuviera un historial inmaculado en ambos terrenos.

De hecho, apenas ha habido algunos anuncios inconcretos sobre la reintegración en sus puestos de los respectivos embajadores o el arranque de contactos sobre ciberseguridad. Pero el tono de frialdad se resume en que ni siquiera ha habido una conferencia de prensa conjunta tras las dos tandas de reuniones en la villa ginebrina de La Grange.

Nada de eso quiere decir que a Putin no le interesa reducir el coste que le supone el castigo que está recibiendo desde Occidente. Pero está claro que no cejará en su empeño por las migajas que Washington pueda ofrecerle. Y lo mismo cabe decir de Biden, no tanto en términos económicos como geopolíticos, aunque solo sea para hacer menos peligrosos los desencuentros que, a buen seguro, seguirán produciéndose y para evitar que la tenue alianza de conveniencia que se vislumbra entre China y Rusia pueda ir a más.

No estamos ante una nueva Guerra Fría, sino, simplemente, ante un permanente juego de acción y reacción en el que cada actor defiende sus intereses, con EEUU temiendo por su hegemonía y con Rusia aspirando a volver a ser grande. Y eso, inevitablemente, provoca choques y desencuentros que, afortunadamente, los líderes de cada país han sabido gestionar hasta ahora sin abocarnos al desastre, aunque, como siempre ocurre cuando dos elefantes discuten acaloradamente, las hormigas acabemos sufriendo.

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