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Arafat, obra inacabada

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(Para El Mundo)
Alabado y criticado por igual, tanto en su faceta de líder guerrillero como en su condición de estadista al frente de la Autoridad Palestina (AP), la inevitable desaparición de Yaser Arafat abre un hueco difícil de llenar a corto plazo. Empeñado en un proyecto personal y político que debería culminar con la creación de un Estado palestino independiente y con su proclamación como jefe del mismo, su obsesión («estaba casado con la causa palestina», se ha dicho en tantas ocasiones) no le ha servido para acercarse a esos objetivos. Antes al contrario, el deterioro socioeconómico de los habitantes de Gaza y Cisjordania no ha hecho más que agravarse, al tiempo que la creación del Estado se aleja cada vez más en el horizonte, en la medida en que Sharon trata de aprovechar su manifiesta superioridad y el apoyo externo (fundamentalmente de Washington) para quebrar definitivamente la resistencia palestina a Israel.

Su prolongado asedio en la Muqata y el permanente empeño de Sharon en marginarlo había hecho rebrotar una corriente de simpatía popular y un apoyo, en gran medida forzado, de los demás actores políticos de los Territorios, alrededor de quien era percibido, por encima de sus aciertos y errores, como la encarnación misma de las aspiraciones de todo un pueblo. Sin embargo, ni antes ni mucho menos después del inicio de la actual Intifada, ha sabido Arafat aprovechar ese caudal de legitimidad y de apoyo para gestionar su escasa cuota de poder en beneficio de todos. Es bien cierto que su margen de maniobra ha sido siempre muy escaso, dado que Israel ha conservado en todo momento el control del proceso, pero también lo es que sus métodos autoritarios, secretistas y clientelistas han ido ahondado las brechas entre la AP y una población que a la ocupación militar israelí ha tenido que añadir el sufrimiento causado por una corrupción e ineficiencia inexcusables.

Aunque ahora su desaparición pudiera entenderse como una oportunidad para una renovación no sólo de caras sino, sobre todo, de modelo y de estrategia, las señales de preocupación son mucho más poderosas que el alivio que, aunque no se reconozca públicamente, puede detectarse en diversos círculos de opinión. En el ámbito interno los mensajes y las actitudes registradas en estos últimos días apuntan claramente a la repetición de viejos esquemas autoritarios, cuando no de confrontación apenas disimulada. Si el relevo de Arafat siempre se ha adivinado extremadamente complejo, mucho más cabe imaginarlo en el contexto de una Intifada dominada por los violentos de ambos bandos. Cabe prever que sus fieles, con los grises Abu Mazen y Abu Ala a la cabeza, traten de controlar la transición manejando las palancas que les otorga la maquinaria de la OLP. En ese intento encontrarán la oposición de otros como Mohamed Dahlan (que mantiene no sólo una imagen de gestor eficaz, sobre todo en Gaza, sino que cuenta con el apoyo claro de Estados Unidos), la Iniciativa Nacional Palestina (con el doctor Mustafa Barghouthi al frente, en un intento por asentar modelos realmente democráticos y transparentes) y movimientos como Hamas (con un fortísimo ascendiente entre los más desfavorecidos).

Por si esto fuera poco, Sharon, que seguirá contando con el apoyo del reelegido George W. Bush, no va a desaprovechar el momento para completar su tarea. Lo más probable, por tanto, es que trate de promover un líder palestino manejable, al que incluso puede ayudar a eliminar a los grupos que se le opongan, o, al menos, que intente explotar las divergencias internas palestinas en su provecho. En estas condiciones la guerra civil no es, en absoluto, descartable. De la paz, de momento, no se habla.

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