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Afganistán, noveno año, suma ¿y sigue?

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Los datos acumulados tras nueve años de guerra en Afganistán, que hoy se cumplen, permiten establecer algunas evidencias- con más errores que aciertos- y aventurar algunas hipótesis de futuro. Todo ello en mitad de un desconcierto generalizado sobre lo que hacer a corto plazo, y a la espera de lo que depare en diciembre la autoevaluación de la estrategia aplicada por Washington. Sin ánimo exhaustivo alguno, cabe destacar los siguientes elementos:

Olvidos reiterados – Afganistán nunca ha sido de gran interés geopolítico, salvo por su papel de amortiguador entre actores poderosos. Su reentrada en la agenda de seguridad de la Guerra Fría derivó directamente de que Moscú decidiera ocupar una casilla adicional en el tablero mundial de ajedrez. Tras emplear carne de cañón local- los muyahidín, armados y financiados por EE UU a través de Paquistán- para forzar la retirada soviética en 1989, el país fue nuevamente abandonado a su suerte. La deriva violenta, alimentada por los actores afganos que pugnaban por rellenar el vacío de poder creado, solo fue frenada cuando Afganistán volvió a cobrar importancia como posible vía de tránsito de los hidrocarburos del Caspio hacia el Índico. Para pacificar el país se volvió a emplear un instrumento local- en este caso los taliban-, activado tanto por Islamabad como por Washington.

Tras el 11-S los taliban y Al Qaeda pasaron a ser los enemigos a batir, en el marco de la funesta «guerra contra el terror». En esta ocasión, además de recurrir a un actor local- la Alianza del Norte-, se optó por desplegar fuerzas occidentales lideradas por EE UU. En un claro error de lectura, se consideró cumplida la tarea en cuanto los taliban fueron expulsados del poder. Afganistán retornó al olvido- desplazado por la invasión de Iraq-, sin haber realmente solucionado ninguno de sus problemas internos.

Prioridades cambiantes – La fracasada estrategia de George W. Bush bien puede calificarse de idealista, por pretender democratizar un país fragmentado que nunca ha contado con un aparato estatal digno de tal nombre. Con una notable visión realista, su sucesor ha rebajado el nivel de ambición, fijando como objetivos que Al Qaeda no vuelva a contar con un santuario afgano y que haya un gobierno local que pueda preservar el statu quo tanto tiempo vigente en la zona.

Socios equivocados – Uno de los problemas principales de la actual estrategia estadounidense- en realidad el resto de los actores internacionales presentes en el terreno no tiene otra que no sea «ganar puntos» ante Washington- es que tiene unos socios que generan muchas dudas sobre su capacidad para cumplir el papel asignado. Hamid Karzai no solo es un líder débil por su escasa legitimidad, sino también por su notable incapacidad para gestionar los asuntos públicos, para desmarcarse del alto nivel de corrupción existente y para imponerse a quienes cuestionan su poder. Karzai es, en el mejor de los casos, un mal menor, simplemente porque no hay un relevo a la vista.

Respuesta militarista inadecuada – No cabe duda alguna: hoy la victoria militar es impensable. Esa opción exigiría desplegar al menos 500.000 soldados durante un tiempo prolongado y es indiscutible que la comunidad internacional no está en condiciones de activar ese nivel de fuerzas. Los taliban no fueron derrotados en su día- simplemente rehuyeron el combate ante una fuerza invasora muy superior- y hoy su auge es innegable, ampliando su radio de acción a la práctica totalidad del país y ganando/comprando voluntades de una población que no confía en las fuerzas extranjeras y mucho menos en las de su propio gobierno.

Reconstrucción colapsada – La población afgana sigue sin ver la mejora de su situación, ni en términos de bienestar ni de seguridad. El alto nivel de violencia, de corrupción y de disparidad entre los fondos de ayuda prometidos y los realmente desembolsados impiden la reconstrucción de un territorio de difícil orografía, fracturado en identidades clánicas históricamente reacias a reconocer una autoridad central. Ninguna de las fórmulas ensayadas hasta hoy ha modificado un escenario definido por un altísimo grado de economía informal y una brutal dependencia del cultivo de la amapola opiácea.

Empantanamiento generalizado – Aunque no lo reconozcan en público, todos los gobiernos implicados en esta desventura buscan desesperadamente una salida de Afganistán. Con el tiempo ha quedado claro que sus contingentes militares están mucho más preocupados de garantizar su propia seguridad y de evitar el fracaso de la OTAN (una retirada ahora cuestionaría sin paliativos su propia existencia), que de defender a los afganos. En gran medida se actúa por inercia, esperando algún acontecimiento que permita justificar el abandono del país a su suerte sin «perder la cara». En esa línea todo se hace depender del hipotético éxito de la actual estrategia de Obama, empeñado en el último intento por convencer por la fuerza a los taliban de que, si quieren volver a tocar poder tendrán de desligarse definitivamente de Al Qaeda y los más violentos entre los suyos.

Hay mucho más de ensoñación que de realidad en ese cálculo. En el terreno militar- con la ofensiva contra Kandahar ya en marcha- los violentos parecen en condiciones no solo de sobrevivir sino de hacer colapsar el actual sistema de poder. En el económico, la crisis mundial hace difícil imaginar que se vayan a desembolsar los fondos comprometidos, mientras en el día a día los taliban pagan mejor que el gobierno. En el no menos importante de las imágenes simbólicas, aunque los afganos no se sientan atraídos sinceramente por la ideología taliban cuentan ya con que los extranjeros se irán- julio de 2011 es la fecha de referencia- y no pueden arriesgarse abiertamente a una represalia taliban por colaboracionismo. En consecuencia, el tiempo corre a favor del Mulah Omar y sus lugartenientes, conscientes de que les basta con aguantar este último asalto para verse libres de extranjeros y, por tanto, para quedarse con toda la tarta.

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