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Lecciones que no alivian un colosal fracaso

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Para El País

Francisco Rey y Jesús A. Núñez

Primero fue la pasividad y luego la vergüenza y el propósito de enmienda. Como resultado de la inacción, hace hoy veinte años, la comunidad internacional asistió impávida al arranque de la matanza de 800.000 ruandeses (mayoritariamente tutsis, pero también hutus moderados) y a la huida de más dos millones de refugiados y desplazados. Ni siquiera se pudo alegar ignorancia porque a los despachos de la ONU llegaron alarmantes informes (como el tristemente famoso «Genocide Fax» del general Romeo Dallaire), avisando de lo que se avecinaba en un país en el que volvía a prender con fuerza imparable el extremismo hutu frente a la minoría tutsi, empeñada por su parte en recuperar un poder que consideraban suyo prácticamente desde los orígenes del país.

La magnitud de la tragedia llevó posteriormente a mandatarios como Bill Clinton o Kofi Annan, entonces responsable del departamento de operaciones de paz de la ONU, a rasgarse las vestiduras, al entender que la imparcialidad y los escasos recursos que impusieron a la UNAMIR no siempre es el camino correcto. También es cierto, en todo caso, que de aquello salió un intento de extraer lecciones aprendidas y de mejorar la capacidad de respuesta ante situaciones similares. Así, desde 2005, contamos con el principio de Responsabilidad de Proteger, que supone un paso más en la destrucción del tabú de la no injerencia en asuntos internos, al entender que si un Estado no garantiza adecuadamente la seguridad de sus ciudadanos es la comunidad internacional la que debe asumir la tarea (incluso con el empleo de la fuerza). En el terreno de la acción humanitaria, también se han dado pasos relevantes, con la aprobación del Código de Conducta para el socorro en casos de desastre de la Cruz Roja y las ONG, y otras iniciativas que tratan de mejorar la calidad del trabajo humanitario y evitar su instrumentalización.

En el plano jurídico, no solo se puso en marcha un Tribunal Penal Internacional para Ruanda, sino que se utilizaron sistemas de justicia tradicional- los Tribunales Gacaca- para juzgar a miles de victimarios y avanzar en la reparación de las víctimas. Incluso en algunos países, como el nuestro (cuando la justicia universal aún era un referente abiertamente asumido), se abrieron causas relacionadas con esta tragedia, se adoptaron nuevos enfoques para las operaciones internacionales de paz y hasta la Unión Africana comenzó a tomar protagonismo en este terreno.

A pesar de esos limitados avances a posteriori nada puede aliviar la sensación de fracaso ante una tragedia de tal magnitud. Ruanda no ha logrado recuperarse aún hoy y su relativo crecimiento económico no compensa el considerable déficit en términos de desarrollo humano, de respeto de los derechos humanos y de gobernanza democrática. Y por su parte, la ONU- como bien nos muestran los casos de Darfur, Sudán del Sur, Malí, Siria, RDC o República Centroafricana- sigue siendo un actor secundario en el escenario internacional, sin capacidad para cumplir la tarea para la que fue creada: «evitar el flagelo de la guerra a las generaciones futuras».

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