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La paranoia rusa

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(Desde Moscú)
Nos odian . Ése es el sentimiento que crece en el corazón de los rusos. Los Estados Unidos (EE. UU.) y ciertos países de la Unión Europea (UE) pretenderían impedir que Rusia destacara en el mundo, ahora que el país comienza a recuperarse económicamente de la hecatombe de los años noventa. Los medios rusos propagan la teoría del complot: estadounidenses y europeos incrementan su asedio exterior sobre las fronteras nacionales, financian ONG en suelo ruso y en el de las repúblicas ex soviéticas con fines conspirativos y actúan, como declaró Vladimir Putin en Alemania, con estilo colonial inmiscuyéndose en sus asuntos domésticos.

Un editorialista ruso describía esa paranoia poniendo como ejemplo la reciente elección de la ciudad rusa de Sochi como sede de los Juegos Olímpicos de Inverno de 2014. Qué alivio, escribía, que haya resultado victoriosa, porque si no el presidente Putin habría invocado de nuevo la famosa rusofobia para justificar una derrota que no se podía permitir, estando a sólo unos meses del fin de su segundo y -en teoría- último mandato. Putin llegó a sugerir que sólo si la elección era “honesta”, Sochi ganaría.

Con las elecciones parlamentarias y presidenciales a la vuelta de la esquina (diciembre de 2007 y marzo de 2008, respectivamente), al Kremlin le conviene el regreso de esos viejos fantasmas: a Putin, en concreto, le viene como un guante el rol de dirigente con imagen de líder fuerte, que se enfrenta a ese mundo hostil, que planta cara a ese odio y a esa injerencia que viene del exterior. Ese papel refuerza, sin duda, su popularidad.

Sin embargo, la teoría del complot occidental no es sólo un mero instrumento electoral; es, además, un sentimiento real que trasluce una profunda frustración en el marco de una paranoia colectiva. Desde hace algunos años, los rusos consideran que EE. UU., sobre todo, ignora el nuevo papel que juega – o aspira a jugar – Rusia en el tablero internacional. De hecho, Putín inició su mandato con la esperanza de estrechar lazos con los estadounidenses y, paradójicamente, va a finalizarlo con el periodo de relaciones más tenso desde la Guerra Fría. Nada queda hoy de aquel primer presidente extranjero que llamó a George W. Bush, tras el 11-S, para ofrecerle su ayuda en la lucha contra el terrorismo. Por lo que respecta a la Unión Europea, las relaciones atraviesan su peor momento desde la caída de la URSS. Los desencuentros comenzaron con el apoyo europeo a las revoluciones de Georgia y Ucrania, y han alcanzado su cenit con el impacto psicológico que ha supuesto para Moscú la entrada en la UE de países que pertenecieron a la antigua esfera de influencia soviética -como los países bálticos, Polonia o República Checa-, que empiezan a saldar sus cuentas con Rusia y a revisar peligrosamente la historia. Los rusos viven de forma traumática esta ampliación y observan con desconfianza la aproximación geográfica de la UE (y de la OTAN), que además no termina de definir una política exterior común de entendimiento con Moscú.

En resumen, ni termina de sentirse aceptada como europea ni tampoco se ve tratada como una superpotencia por Washington. Por el contrario, la imagen que recibe la Federación Rusa cuando se mira en el espejo occidental es la de un mal alumno, que no ha hecho sus tareas de reforma interna y que abusa de sus fuerzas (sobre todo en el campo de la energía) para amedrentar al resto de los que comparten obligatoriamente el patio de la escuela mundial.

¿Qué ha ocurrido entre Rusia y EE. UU./UE? El deterioro no ha sido cosa de dos días. Desde hace algunos años, Moscú tiene la impresión de que, especialmente Washington, actúa de espaldas a Rusia. Como ejemplos recientes citan, a quien quiera oírlos, la ampliación de la Alianza Atlántica hacia el Este, Kosovo (desde los bombardeos de 1999 a la pretensión independentista de hoy), las posiciones de ventaja adquiridas en las antiguas repúblicas soviéticas del Asia Central (con las guerras de Afganistán e Irak como trasfondo), o la retirada estadounidense del Tratado de Misiles Antibalísticos (ABM), pieza básica del proceso de distensión nuclear de los años 70 y 80. Un listado al que aún cabría añadir el apoyo político de EE. UU. y la UE a los países de su tradicional zona de influencia (su pretendido near abroad de principios de la década pasada) en el Báltico, Asia Central, Cáucaso y Ucrania, como pieza de especial importancia. Hoy más que nunca, y sobre todo desde la crisis derivada de la decisión estadounidense de instalar parte de su sistema del escudo antimisiles en Polonia y República Checa, la OTAN vuelve a ser vista por el Kremlin con extremo recelo. Esa frustración ha terminado por oficializarse este pasado mes de febrero, en el discurso pronunciado por Putin en Munich que dio nacimiento al llamado Cold spell , o “periodo de enfriamiento”, abierto entre Moscú y Washington. Desde entonces hemos asistido a un proceso de creciente tensión que ha llevado a Putin a comparar a EE. UU. con el Tercer Reich y a decidir la suspensión del Tratado de Fuerzas Convencionales en Europa.

Putin considera, en definitiva, que ha hecho esfuerzos sobrados para garantizar la seguridad internacional y para sacar a su país del caos. En consecuencia, se siente merecedor de otro trato y, sin embargo, acaba su tiempo con el buzón internacional repleto de reproches, muchos procedentes de la UE, por su comportamiento como potencia energética, de llamadas al orden en materia de derechos humanos, con la expulsión de diplomáticos de Gran Bretaña y, por si esto fuera poco, con la enemistad de buena parte de sus vecinos (como Georgia, Ucrania, Moldavia o Bielorrusia, por nombrar sólo algunos de sus numerosos frentes abiertos).

Pierde aliados, gana enemigos. Pero al Kremlin eso es lo que menos le importa en estos tiempos. De momento, ha sacado partido al antiamericanismo surgido a partir de la guerra de Irak, vendiendo armas a Venezuela, Irán y Siria. Y cuanto más agresivo se muestra con el exterior, más popularidad gana dentro de casa. Y eso, lo que piensen los rusos, es lo más importante en los meses próximos.

Putin es un líder carismático muy apreciado de puertas para adentro, que se presenta a sí mismo como el artífice del renacimiento de la grandeza rusa. Ayudado por el incesante aumento del precio del petróleo, ha situado el crecimiento económico ruso en una media del 6-7% anual. Con él, el poder adquisitivo ha aumentado un 9%. Ha conseguido liberar al país de su deuda exterior y hacer que Europa dependa cada vez más del petróleo y del gas ruso. Aunque las desigualdades sociales se hayan disparado, de modo que entre la calidad de vida de la capital y la del resto del país hay un abismo, y que 25 millones de personas sigan viviendo bajo el umbral de pobreza, el presidente goza de un envidiable apoyo popular: el 70% de la población confía en su presidente y el 80% considera que la vida ha mejorado en Rusia durante estos últimos siete años.

Sobre esa base pretende Putin consolidar su poder y por ello, a pesar de esa bonanza, un escalofrío recorre los pasillos del Kremlin cada vez que se oye hablar de oposición, de manifestaciones y de revoluciones de colores. Una prueba de ello es la violencia y la crudeza con la que las fuerzas del orden han reprimido las manifestaciones de la oposición en Moscú y San Petersburgo (y eso a sabiendas de que los movimientos opositores de Kasparov y compañía son ultraminoritarios en la opinión pública). Lo que el Kremlin teme hoy es una revolución naranja rusa (y así hay que entender, por ejemplo, su apoyo implícito a los denominados Nashis , juventudes ultranacionalistas de financiación opaca, que se reúnen y manifiestan en masa para defender a ultranza el ideario político de Putin y propagar las teorías de la rusofobia a escala nacional). Basta para constatarlo con echar un vistazo a sus vídeos propagandísticos, en los que se escenifica una Rusia gris, aislada y rodeada por grandes potencias que lo único que pretenden es hundir a la gran patria rusa. El cometido de todos esos jóvenes es evitar el nacimiento de un conato, por pequeño que sea, de una insurrección política entre la juventud.

La rusofobia es muy útil. Cuando en Europa se critica la deriva autoritaria, la mordaza impuesta a los medios, las leyes que han prohibido de facto 15 de los 32 partidos políticos existentes, y que hacen casi imposible la presentación a los comicios de una oposición en toda regla, sale a relucir la explicación más fácil: nos odian . Y, mientras tanto, Rusia sigue alejándose cada vez más. Una potencia nuclear y energética, económicamente en alza y que aspira a cambiar las reglas del juego. La paranoia les lleva a aislarse a ellos mismos. Pero una Rusia sola y descontenta no conviene ni a EE. UU. ni a la UE.

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