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Netanyahu se va… y lo que viene no es mejor

El primer ministro israelí, Binyamin Netanyahu/DPA

Para elperiódico.com

En primera instancia, cabría imaginar que para quienes, como los palestinos, ven a Benjamin Netanyahu como el principal responsable de su pésimo nivel de bienestar y de seguridad y de la ruina de su sueño político, su desaparición de la vida política debería ser una buena noticia. E incluso lo mismo podría pensar buena parte de los 9 millones de israelíes, aunque solo sea porque la creación de un nuevo gobierno supondría, teóricamente, el fin del bloqueo político que arrastra el país, con cuatro elecciones en los últimos dos años y sin presupuesto desde 2019. Sin embargo, una mirada más en detalle arroja una conclusión muy diferente.

Por un lado, todavía no está dicha la última palabra por parte de quien ha demostrado una memorable capacidad de resistencia en el cargo de primer ministro, hasta convertirse en el más longevo de su historia. Obsesionado no solo con mantenerse en el cargo, sino con blindarse ante una justicia que le pisa los talones, Netanyahu aún puede optar por apurar los plazos que la ley le concede antes de abandonar la residencia oficial de Beit Aghion, embarullando judicialmente el plan de sus rivales con el argumento de que no es Naftali Bennett quien ha recibido el mandato para formar gobierno sino el propio Yair Lapid (que ahora asumiría la cartera de exteriores). Eso le permite obtener un tiempo extra para intentar ganarse, aún, a alguno de los diputados de partidos de su misma cuerda política e impedir así que el tándem Bennett-Lapid pueda sumar los 61 votos parlamentarios que necesitan. Y también puede dimitir de inmediato (asumiendo otro cargo ministerial que le permita seguir blindado), dejando automáticamente el paso a Benny Gantz, tal como acordaron en abril del pasado año. En definitiva, dadas sus conocidas dotes de marrullero profesional, conviene no dar por completamente finiquitado su periplo político.

El panorama que se les presenta a los palestinos es aún más oscuro. Bennett tiene una visión mesiánica del destino de Israel, al tiempo que niega cualquier derecho a los palestinos

En todo caso, si finalmente Bennett consigue su objetivo (que contempla el traspaso del cargo a Lapid en un plazo de dos años), el problema es doble. Por una parte, presidirá un gobierno sumamente inestable. Basta con repasar la lista de los siete socios llamados a cohabitar bajo su mandato para comprobar que el único cemento que los une es su oposición visceral a Netanyahu. A partir de ahí, se hace inmediatamente visible la disparidad de visiones sobre la política que Israel necesita, con una mezcla muy difícilmente manejable de ultranacionalistas religiosos (como él mismo, al frente del partido Yamina), ultraderechistas, centristas e izquierdistas, sin olvidar la necesidad de contar con el apoyo externo de un partido árabe (Ra’am). Para Israel, una sociedad mayoritariamente laica, eso significaría que la vida nacional va a girar todavía más hacia las posiciones que sostienen los ultraortodoxos, haciendo aún más complicada la convivencia ante los interesados defensores de unos privilegios cada vez más abiertamente criticados. Asimismo, esa misma heterogeneidad partidista hace muy precaria la sostenibilidad del gobierno, a riesgo de colapsar ante cualquier circunstancia coyuntural, en un proceso de fragmentación interna para el que no se ve final a corto plazo.

Pero por otra, el panorama que se les presenta a los palestinos (tanto los que viven en Israel como los habitan el Territorio Ocupado) es aún más oscuro del que ya están desgraciadamente acostumbrados. Bennett es, para empezar, un antiguo socio de Netanyahu, con el que compartió gobierno y una visión mesiánica del destino de Israel, al tiempo que niega cualquier derecho a los palestinos. Ha sido líder del poderoso movimiento de colonos Consejo de Yesha y es existencialmente contrario a reconocer ningún tipo de derechos a los no judíos, sobre lo que considera la tierra prometida por su dios. En paralelo a una posición liberal en materia económica, defiende la necesidad imperiosa de anexionarse prácticamente toda Cisjordania y de matar a los terroristas (en referencia a los palestinos presos en cárceles israelíes), sin olvidarse de amenazar a Irán. Un perfil, en resumen, más duro del que presenta Netanyahu, al que no harán ascos los cansados de los problemas que acompañan a este último y al que apoyarán sin fisuras los ultraortodoxos y los colonos.

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