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Drogas ilegales: la guerra interminable

drogasLos mercados de cocaína están en plena expansión en América Latina y Asia, mientras que se estabilizan en Europa y decrecen ligeramente en EE UU. En el caso de la heroína, el uso baja en Europa mientras crece en Asia Central y el suroeste del continente, en Europa del Este y del Sureste y en EE UU. Más allá de estas tendencias no hay cambios drásticos en las pautas de consumo, excepto una, en la que se centra el Informe Mundial de Drogas 2013, elaborado por la Oficina de la ONU contra las Drogas y el Crimen Organizado (UNODC). Se trata del gran aumento de la disponibilidad, variedad y consumo de nuevas drogas sintéticas o psicoactivas, muchas de ellas legales y comercializadas a través de Internet.

Para los países consumidores, estos suelen ser los datos más destacados de este informe anual, por sus consecuencias en términos de cumplimiento de la ley y salud pública. Pero una mirada global al mercado de las drogas ilícitas, que incluya la información sobre la producción y el tráfico, muestra otros elementos e implicaciones serias para la paz y la seguridad internacional.

La cadena de las drogas ilícitas tiene alcance global. Este negocio mueve, según la ONU, en torno a 870.000 millones de dólares al año. Se trata de seis veces el importe anual de la ayuda oficial al desarrollo (AOD) y un 1,5% del PIB global. Dado que se trata de sustancias ilegales, el mercado queda en manos del crimen organizado, formado por grupos al margen de la ley que obtienen enormes beneficios. El crimen organizado, estructurado ahora en forma de redes, adapta continuamente su negocio buscando nuevas zonas de producción, nuevas rutas y medios y nuevos mercados. Para hacernos una idea, la producción de hoja de coca de un campesino en un área remota de Colombia se procesa, se transporta y se vende, a miles de veces su valor inicial, en una calle de Madrid, Moscú o Washington.

La producción de hoja de coca y su derivado, la cocaína, se concentra en los tres países del área andina (Bolivia, Colombia y Perú). En 2012 se mantuvo estable, con un 12% de reducción en Bolivia y ligeros aumentos en los otros dos países. Este caso es el ejemplo más claro de lo que se conoce como efecto globo: si la producción se reduce en uno de los tres países, inmediatamente sube en uno o dos de los restantes. Incluso cuando la superficie de cultivo baja, la producción neta de cocaína se mantiene estable ya que se introducen nuevas variedades de planta con mayor producción por hectárea. Es difícil manejar cifras precisas en un negocio ilegal, pero la producción estimada de cocaína en el año 2012 estuvo entre 776 y algo más de 1.000Tm., más que suficiente para abastecer la demanda global.

Al igual que se desplaza la producción, también lo hacen las rutas de transporte. Las antiguas rutas desde Colombia hacia Europa, muy monitoreadas por las fuerzas de seguridad, se han desviado, y ahora una parte importante de esos envíos es trasladada a través de Brasil a países de África occidental (Guinea Bissau, Ghana, Nigeria, etc.). En países como Guinea Bissau, ha llegado a denunciarse la implicación de las más altas instituciones del Estado en el tráfico de drogas. Del mismo modo, cuando se cerraron las rutas del Caribe, el tráfico hacia EE UU se desvió al continente: los países centroamericanos y México sufren ahora las consecuencias.

La alta capacidad financiera de los grupos narcotraficantes tiene impacto directo en la paz, seguridad y desarrollo. Por un lado, tiene una alta capacidad de corrupción y cooptación de partes del Estado para que cooperen o «dejen hacer» a cambio de pagos económicos. En lugares de conflicto, por otro, las drogas son el ejemplo más claro de economías y comercios ilegales que contribuyen a agravar y perpetuar fenómenos violentos. El tráfico de drogas también financia a diversos grupos armados y a sectores del Estado (desde Afganistán a Colombia) y sirve como medio para comprar armas y pagar a combatientes, haciendo que la violencia sea de mayor escala y más difícil de desactivar.

Las actuales políticas internacionales contra las drogas están basadas en tres Convenciones de la ONU que establecen su prohibición y en la política estadounidense, que desde principios de los años setenta del pasado siglo, lleva a cabo su «guerra contra las drogas». Se trata de un enfoque militarizado y de uso de la fuerza, que se dirige a los países de producción y tránsito, mientras que se relega a un segundo plano abordar el fenómeno de la demanda. Esto significa ayuda militar de Washington para erradicar cultivos, detener «capos» y cerrar rutas, con agresivas políticas de erradicación como las llevadas a cabo en Colombia (donde se han fumigado cientos de miles de hectáreas en la última década), y con un combate frontal al crimen organizado, como el emprendido en México en los últimos años (y que se ha cobrado decenas de miles de vidas). En América Latina y el Caribe los aviones no tripulados o ‘drones’ también se están utilizando para vigilar las rutas del narcotráfico, de momento sin armas a bordo.

Este planteamiento de guerra contra las drogas no ha logrado acabar con este mercado, como muestran las cifras que abren este artículo. Sin embargo, sí ha logrado consolidar un inmenso y lucrativo mercado negro; ha derivado recursos desde la prevención, la educación y los enfoques de salud pública a la seguridad y la imposición de la ley; y ha promovido un desplazamiento continuo de las zonas de producción, tráfico y consumo (la producción se traslada, las rutas cambian, los consumidores optan por nuevas sustancias). Al situar la carga de la guerra sobre los países productores y de tráfico, que normalmente no disponen de recursos suficientes, detrae asimismo fondos que podrían destinarse a construir instituciones y promover el desarrollo. Como ya se viene constatando desde hace tiempo, la expansión de cultivos y rutas a nuevos países extiende la inestabilidad, al mismo ritmo que se asumen los equivocados enfoques militarizados que tienen un alto coste en vidas humanas, en violación de derechos humanos y en subdesarrollo.

Pese a que no hay resultados positivos, y los negativos se muestran cada vez más claros, ese paradigma de la lucha antidroga se ha mantenido invariable desde hace décadas. Pero también están creciendo las voces que piden una evaluación de los enfoques y un ejercicio de exploración de alternativas. Entre ellas, cabe mencionar las que insisten en la necesidad de fomentar el desarrollo (lo que desestimularía que los campesinos tengan que recurrir al cultivo de drogas ilícitas); apostar por la democracia, la construcción de instituciones y el buen gobierno (para minimizar los riesgos de corrupción de partes del Estado); reforzar los esfuerzos contra las actividades de lavado de dinero y a favor de la inversión en la economía legal (en lugar de detener «jefes» o desmantelar grupos que son rápidamente sustituidos por otros). Otras van más lejos y piden reevaluar la misma prohibición que está en la base de estas políticas. Cualquier enfoque nuevo tendrá un largo camino de debate por delante, dada la alta resistencia al cambio en todo lo relacionado con esta cuestión. Pero hay que dar la bienvenida a dicho debate, que debería plantearse abiertamente y estar basado en evidencias científicas y no en ideología. La guerra contra las drogas ha causado ya bastantes daños.

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