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La OTAN busca nuevo empleo

Para El País

Pocos envidiarán al nuevo secretario general de la Alianza Atlántica, el noruego Jens Stoltenberg, ante el reto que supone redefinir el rumbo de la organización. Con su inminente salida de Afganistán la OTAN vuelve a encontrarse donde ya estuvo hace algo más de 20 años, cuando la implosión de la URSS y del Pacto Varsovia la arrastró a una crisis de identidad que hizo tambalear sus fundamentos. La desaparición de su enemigo tradicional dejó desorientada a una organización que, por un momento, pareció condenada asimismo a evaporarse. Y hoy la historia se repite.

Entonces, en una clásica reacción corporativa todavía aferrada a la idea de «tener a Estados Unidos dentro, a Rusia fuera y a Alemania debajo», la Alianza dio un ampuloso salto para dotarse de nuevas razones de ser. Con el impulso ideológico del impugnable «choque de civilizaciones», la dramatización del entonces denominado «arco de crisis» (de Mauritania a Afganistán) y, más aún, el efecto del 11-S, la OTAN inició una huida hacia adelante para convertirse en un imperfecto policía mundial, rompiendo sus propios límites geográficos, transformándose en una organización de seguridad (ya no de defensa) y asumiendo tareas tan impropias para sus capacidades como la aciaga «guerra contra el terror». Salvo en el mantenimiento de la seguridad de sus propios miembros, no puede decirse que su balance haya sido satisfactorio en ningún terreno y basta con recordar lo ocurrido en Georgia en 2008 (y ahora en Ucrania) y mirar sin anteojeras la situación de Afganistán e Irak tras las aventureras invasiones militares lideradas por Washington.

Simultáneamente se han ido incrementado las divergencias entre los 28 miembros de la Alianza sobre cuál debe ser su papel en nuestros días. Así, Washington muestra cada vez más abiertamente su desafección europeísta y su incomodidad por sentirse comprometido con una Alianza que limita sus ambiciones y que le obliga a un compromiso mayor del que ve necesario para la defensa de sus intereses hegemónicos. Por su parte, los países importadores de seguridad (principalmente los Europa central y oriental) sueñan con reconducirla hacia la defensa colectiva, conscientes de su extrema vulnerabilidad ante la creciente amenaza rusa. Por último, los llamados europeístas (liderados aún por París, dado que Berlín no acaba de resolver sus dudas metafísicas) ni terminan de plasmar en hechos la política común de seguridad y defensa ni se sienten animados a reforzar el pilar europeo de la OTAN en mitad de una crisis centrada en la austeridad a toda costa.

En mitad de estas dudas paralizantes Putin ha dado un paso tan provocador como transgresor (léase Crimea) que puede acabar siendo el catalizador que termine por facilitarle a Stoltenberg su trabajo. La sacudida de Moscú —que muchos han interpretado como un gesto ofensivo y no como un intento por liberarse del asedio occidental en su zona tradicional de influencia— a buen seguro va a ser usada como un nuevo leitmotiv que servirá para seguir dando alas a una Alianza que hace tiempo perdió su rumbo. Lo malo, en todo caso, no es que la OTAN vuelva a sus orígenes, potenciando su maquinaria militar ante un objetivo equivocado, sino que sus miembros no hayan encontrado todavía mejores mecanismos para atender a las amenazas multidimensionales que les afectan. La UE, entretanto, sigue en el limbo.

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