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Suenan tambores de guerra en Sudán

Tras décadas de guerra civil que acabaron con las vidas de unos dos millones de sudaneses, el 9 de junio de 2011 se consumaba la secesión definitiva de Sudán. Un triunfo que permitía ilusionarse con la posibilidad de una convivencia pacífica y un futuro prometedor para ambas naciones. Sin embargo, hoy Sudán y Sudán del Sur se encuentran nuevamente enfrentados en un conflicto armado por recursos, tierras, petróleo, religión y factores étnicos, que amenaza con convertirse en la próxima gran guerra del continente africano.

Cuando a finales de marzo comenzaron los enfrentamientos en la frontera internacional de facto entre ambos países, nadie podía imaginar que sería Sudán del Sur quien se lanzaría sorpresivamente al ataque, mandando marchar a sus tropas en dirección al norte, capturando la disputada región petrolera de Heglig y alardeando de conquistar más territorios. En el conflicto sudanés, el sur siempre había jugado el rol de víctima y, aún cuando sus líderes argumentan haber actuado en autodefensa, la arremetida fue excesiva e inesperada, sobre todo considerando las consecuencias que traería. En Juba, la capital de Sudán del Sur, decían haber recuperado un territorio que les pertenecía. En Jartum, la capital de Sudán, el parlamento no dudó en declarar la guerra.

Las dificultades se venían dando desde la secesión. La independencia de Sudán del Sur no produjo un acuerdo sobre contenciosos clave para ambos países: los líderes debían encontrar supuestamente una manera de atribuir a uno u otro país los territorios en litigio, definir el trazado de la frontera y decidir sobre los derechos y la suerte de los ciudadanos de un Estado que viven en el otro. Pero, sobre todo, debían dividir las ganancias del crudo, un recurso vital para ambos países. Aunque la mayoría de los yacimientos están en el nuevo país, es en el norte donde se encuentran las refinerías, oleoductos y puertos necesarios para su procesamiento y exportación. Tras meses de negociaciones infructuosas sobre las tarifas que el sur pagaría al norte por el uso de su infraestructura, Juba acusó en enero a Jartum de estar robando parte del petróleo durante el transporte y resolvió detener la producción de crudo para forzar un acuerdo. El norte admitió el saqueo, pero se justificó alegando que lo hacía para solventar el impago de los gastos de transporte y no cedió en su posición. Desde entonces no fluye crudo en el sur y sólo cerca de la mitad en el norte, dejando ambas economías al borde del abismo.

El estancamiento en las negociaciones no significó un alto a la violencia. Ambos países financian desde hace décadas grupos rebeldes de uno y otro lado de la frontera. Una «guerra fría» que comenzaría a calentarse en abril cuando tras un enfrentamiento en el territorio disputado de Teshwin, entre el ejército de Sudán y el grupo rebelde darfuriano Movimiento Justicia e Igualdad, apoyado por el ejército de Sudán del Sur, se toma en Juba la sorpresiva decisión de contraatacar y no parar hasta llegar a Heglig. La presión internacional, pero sobre todo la declaración de guerra y el temor a una contraofensiva sudanesa, terminaron por hacer retroceder al ejército de Sudán del Sur, dejando Heglig saqueada y en llamas y cientos de muertos entre civiles y soldados de ambos bandos (ver mapa de la región en el enlace al final del artículo).

Desde entonces, los tambores de guerra suenan más fuerte que nunca en ambos países. Los gobiernos se han encargado de avivar el miedo y el odio que enfrenta a ambos pueblos, llevando a cabo procesos masivos de reclutamiento y logrando que personas sumidas en la más absoluta pobreza donen lo que tienen por la causa. A pesar de las tímidas negociaciones que se llevan a cabo en Etiopía, bajo la tutela del mediador de la Unión Africana y ex presidente de Sudáfrica, Thabo Mbeki, decenas de miles de soldados esperan a cada lado de la frontera por una más que probable invasión terrestre desde el norte. El presidente de Sudán, Omar al-Bashir, buscado por la Corte Penal Internacional por crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad, se ha visto humillado por un ejército enemigo que hasta hace pocos años no era más que una simple guerrilla. Ha asegurado no volver a negociar, aplastar a los «insectos» y «acabar con el gobierno de Sudán del Sur». La pregunta ya no parece ser si habrá una guerra, sino cuándo comenzará.

El espejismo

Los sudaneses sólo conocen la paz por episodios fugaces y esporádicos. Las fronteras artificiales que les dejó el colonialismo albergan una amalgama imposible de etnias, razas y religiones. Desde su independencia de Gran Bretaña, en 1956, las guerras civiles se han cobrado más de dos millones de vidas. La dinámica raramente ha cambiado: un Estado autocrático, árabe, islamista y centralista en el norte contra unos rebeldes menos musulmanes, más cristianos y más pobres en el sur.

La independencia de Sudán del Sur, hace ahora once meses, debía poner fin a todo ello. Cuando al fin se consiguió, miles de ciudadanos salieron a las calles a festejarla. La secesión llegaba como consecuencia de un referéndum celebrado unos meses atrás y previsto en el Plan Global de Paz de 2005 (PGP), cimentado por los EEUU. El referéndum se había saldado con un 98% de votos a favor de la independencia y representaba un éxito extraordinario para la diplomacia internacional. La tan ansiada paz parecía estar al alcance de la mano de los sudaneses del Sur y muchos expertos la secundaban. El argumento era simple pero consistente: ni el norte ni el sur podrían sobrevivir sin los ingresos del petróleo. Los yacimientos le pertenecerían al sur pero serian inútiles sin la infraestructura y puertos del norte. Ambas economías eran inviables por sí solas y, en consecuencia, los dos países estarían obligados a cooperar entre sí para sobrevivir. La paz sería el único camino posible.

No fue así. El mismo petróleo que debía asegurar la convivencia está desatando ahora la guerra. La falta de informes independientes, estadísticas confiables e incluso mapas precisos de una región subdesarrollada, incluso para África, dificulta entender con exactitud qué causó el descarrilamiento. No obstante, puede convenirse que los expertos más optimistas no tomaron en consideración tres puntos cruciales del proceso.

Primero, no se creyó relevante que no estuviera fijado el precio que pagaría el sur por el uso de los oleoductos de Sudán. Los 350.000 barriles diarios que se extraen en el sur componen el 98% de sus ingresos y suponen cerca de la mitad de la producción total de petróleo del norte. Se daba por contado que ambos países no tendrían otra opción que llegar a un acuerdo y por eso el PGP dejaba esta cuestión abierta. Sin embargo, a la hora de negociar, Juba no quería pagar más de 1 dólar por barril transportado y Jartum pedía 36.

Segundo, se creyó que las ganancias del petróleo que aseguraban el bienestar de la población serían la prioridad de ambos gobiernos, lo que los obligaría a negociar. No fue así, por cuanto que tanto en Juba como en Jartum se prefirió priorizar el mantenimiento del poder. Contra todo pronóstico y a pesar de las gravísimas consecuencias que tendrá para su propia economía a mediano y largo plazo, al cortar el suministro de crudo al norte, el presidente de Sudán del Sur, Salva Kiir Mayardit, se aseguró el respaldo de la población, al menos a corto plazo: en el recién creado país, el único rasgo identitario que comparte la totalidad de la población es el odio al vecino opresor del norte. De igual manera, cuando el corte del suministro comenzó a causar pánico en el norte, en vez de ceder ante la presión, al-Bashir intensificó la lucha contra los rebeldes del sur consiguiendo que la población mirara hacia otro lado. Infringiendo acuerdos pactados con el sur, bombardeó una y otra vez ciudades fronterizas y territorios disputados hasta acabar con la paciencia de los dirigentes en Juba.

Tercero, se subestimó la importancia de los yacimientos que quedaron al norte de la frontera tras la secesión y a los que Jartum todavía tiene acceso. Si bien estos representan sólo una cuarta parte del total, siguen siendo suficientes para un gobierno al que no le tiembla el pulso si tiene que asfixiar a su población con tal de no ceder ante el enemigo.

Estos tres puntos obstaculizan la lógica que hubiera obligado a los líderes a ceder y a no agotar la vía diplomática. Se enmarcan dentro de una lógica de guerra de la que ambos gobiernos no pueden o no saben como escapar, quizás en parte debido a que no conocen otro camino. Nadie ignoraba hace un año que Sudán del Sur no estaba listo para la independencia y que las verdaderas dificultades comenzarían tras la secesión. El precio de una libertad precipitada era alto, pero la miseria y la violencia tampoco podían dilatarse. Cumpliéndose su primer año de existencia, las alarmantes similitudes con su antiguo opresor ofenden a quienes lucharon por su independencia: una corrupción de tal magnitud que se calcula que una cuarta parte de los 14 billones de dólares que ha ingresado el país por el petróleo desde el 2005 ha desaparecido; un gobierno que juega al límite y se arriesga continuamente a una guerra sin cuartel con tal de poseer nuevos yacimientos; un ejército depredador que se queda con la gran mayoría de las reservas; e incluso una cultura gubernamental xenófoba que viene ocasionando revueltas civiles entre distintas tribus con más de 3.000 muertes en lo que va del año.

La problemática de Sudán resalta la necesidad de un sistema de justicia internacional, a la vez que demuestra sus límites. Resulta inevitable cometer el error de demandar el cumplimiento de valores y derechos humanos universales a líderes y sociedades que todavía no los han incorporado. Asimismo, la sorpresiva embestida de Sudán del Sur para hacerse con el control de Heglig demuestra la desesperación y desconfianza del gobierno con una comunidad internacional que, a pesar de haber empleado toda la condena retórica posible, no es capaz de protegerlos ni de evitar las continuas agresiones de Jartum. Este argumento es cierto, aunque sobreestima la atención que se le presta internacionalmente al conflicto y descuida la incapacidad de su propio cuerpo diplomático para conseguir resultados. No obstante, sí refleja las limitaciones de la diplomacia internacional sobre un líder del calibre de al-Bashir, contra quien en las últimas décadas distintos actores internacionales han empleado herramientas de influencia internacional de todo tipo sin mayor éxito. Los EEUU incluso lanzaron un ataque con misiles balísticos sobre Jartum en 1998 después de los ataques de Al Qaeda a embajadas estadounidenses en Kenya y Tanzania. Pero al-Bashir sigue libre, sus fuerzas de seguridad siguen cometiendo atrocidades y el régimen no se deja amilanar.

Consecuencias políticas y humanitarias

Al alcanzar la independencia Sudán del Sur no sólo se convirtió en el país más reciente del mundo, sino también en uno de los más pobres. Una guerra abierta con Sudán tendría efectos devastadores para una población que ya subsiste en condiciones extremas, con algunos de los peores indicadores de salud del mundo y en dónde más del 90% de los habitantes vive con menos de 1 dólar al día. En los últimos años, organizaciones humanitarias habían logrado atenuar drásticamente la emergencia humanitaria masiva y generalizada que sufría el país hasta la firma del PGP en 2005. El corte de suministro de crudo y la nueva ola de violencia de este año vuelven a convertir la situación en absolutamente crítica.

Los nuevos acontecimientos amenazan con empujar a millones a la hambruna y a la pobreza extrema y desbordan los esfuerzos de la comunidad humanitaria. Según la Oficina para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA), de los 9 millones de habitantes que tiene Sudán del Sur, 5 millones sufrirán un déficit alimentario este año y un millón adicional sufrirá un déficit alimentario severo. Desde enero, las luchas fronterizas han causado decenas de miles de muertos y sólo en Sudán del Sur ya hay más de 143.000 desplazados que se suman a más de 130.000 refugiados de países vecinos y a 375.000 retornados del norte que han venido en busca de un futuro mejor en su nuevo país. Un país con una economía que, al igual que en el caso de Sudán, es actualmente incapaz de sobrellevar una guerra. Si estallara, ambos lados se irían a la ruina y podría terminar habiendo uno o incluso dos nuevos estados fallidos.

Pero la guerra no sólo tendría efectos devastadores internos, sino que podría también tentar a otros países vecinos a tomar partido. Es el caso de Uganda, por ejemplo, que sospecha que el gobierno de Sudán no sólo apoya sino también financia al Ejército de Resistencia del Señor, el grupo guerrillero paramilitar ugandés de Joseph Kony. Tampoco se le escapa a ningún líder de la región que la frontera de ambos países marca una línea divisoria que corta el continente de este a oeste y que separa a musulmanes y cristianos. Por lo tanto, existe un riesgo considerable de que el conflicto se vea replicado en otros lugares con características similares, como por ejemplo en la volátil Nigeria.

Evitando el desastre

La solución para evitar un aumento de la violencia es financiera: si los líderes en Jartum y Juba pudieran llegar a un acuerdo sobre la división de los ingresos del petróleo, el resto de las piezas se pondrían en su sitio. Que ello suceda sin ayuda externa o sólo con la mediación de la Unión Africana parece improbable. Otros actores internacionales pueden romper el estancamiento y la lógica de guerra.

Los nuevos incidentes disminuyen la capacidad de acción de los actores internacionales, debido a que las economías en caída libre de ambos países no dejan mucho lugar a la coacción. No obstante, quedan todavía posibilidades: la suspensión de sanciones pasadas puede resultar tentadora para Sudán y a diferencia de éste, Sudán del Sur sigue siendo susceptible a la condena internacional, lo que permite un mayor margen de acción. La reciente conquista de Heglig dañó su reputación en la comunidad internacional, en tanto que humilló a EEUU, quien había apoyado fuertemente su independencia y lo había provisto de recursos y ayuda diplomática, y enfureció a la ONU, ya que incluso el Secretario General, Ban Ki-moon, había dado personalmente la orden directa al presidente Kiir de retirar sus tropas y fue desobedecido. Ahora Juba deberá hacer un esfuerzo por restituir su compromiso con la comunidad internacional, mientras que ésta deberá reconstruir su credibilidad con Juba. Las consecuencias de una guerra ameritan un nuevo y mayor esfuerzo.

El Consejo de Seguridad de la ONU ya dio un primer paso importante con la adopción de la resolución 2046, implementando nuevas herramientas de influencia que la Unión Africana actualmente no posee, como la imposición de plazos concretos respaldados por sanciones creíbles. Pero, sin duda alguna, los actores con mayor influencia sobre ambos países son EEUU y China. Para EEUU no debería ser difícil disuadir al sur de nuevas imprudencias e incursiones. Sin embargo, es China, sobre todo, quien debe dar un paso al frente, ya que es el mejor posicionado para garantizar un acuerdo de paz duradero. Tratándose de una de las fuentes de importación de petróleo más importantes del gigante asiático, la paz entre ambos países es de su mayor interés y podría derivar en un cambio de su doctrina de no interferencia. Tanto EEUU como China deben presionar a ambos países para que lleguen a un acuerdo y luego garantizar la implementación del mismo.

Finalmente, hay un elemento crucial sin el cual jamás será posible una paz duradera. La dificultad añadida en Sudán es que no abarca sólo un conflicto, sino muchos conflictos conectados entre sí. La marginalización de grupos étnicos y religiosos por parte del gobierno produjo el surgimiento de distintos movimientos rebeldes a lo largo de su territorio. Tres de ellos destacan sobre el resto: el grupo rebelde Movimiento Justicia e Igualdad de la región de Darfur, situada en el Sudán occidental, los rebeldes de las montañas de Nuba, al este de Heglig, y los rebeldes de Nilo Azul, al este del país. Aliados a Sudán del Sur y unidos por la causa, se encontraron del lado equivocado de la frontera tras la secesión y llevan años inmersos en luchas inclementes contra las fuerzas armadas de Jartum. La implementación y el mantenimiento, a mediano y largo plazo, de un acuerdo integral Norte-Sur, pasa necesariamente por la realización de un proceso político conciliatorio paralelo Norte-Norte, dirigido a solucionar la situación de estas poblaciones marginales. Sin al menos cierto progreso en un proceso semejante, ambos países seguirán apoyando una guerra fría que contamina el ambiente y boicotea cualquier posible acuerdo.

Mapa adjunto (USAID, 2012):

http://upload.wikimedia.org/wikipedia/en/3/3e/USAID_2001_SudanOil&GasConcessionsMap_UTexLib.jpg

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