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Actualidad | Artículos propios

Cerrando heridas

Veinte años no es nada, dice el tango. Pero casi treinta ya son más que suficientes. Alfredo Astiz, el ángel rubio, Gustavo Niño, Cuervo o el ángel de la muerte. El hombre de los muchos apodos y otras tantas identidades, fue finalmente sentenciado a cadena perpetua el pasado 26 de octubre por el Tribunal Oral Federal número 5 de Buenos Aires, por la comisión de numerosos crímenes de lesa humanidad. Tuvieron que pasar 28 años tras el fin de la dictadura militar en Argentina para que los familiares de las 30.000 personas desaparecidas por el régimen puedan cerrar, al menos en parte, sus heridas. Aún así, el consuelo sabe a poco: la gran mayoría de los familiares de las víctimas de la atroz dictadura que tuvo lugar entre los años 1976 y 1983, no saben nada aún del destino final de sus padres, hijos, hermanos y nietos. Jorge Rafael Videla, ex dictador y una de las caras visibles del sangriento régimen, al increparle sobre el paradero de las miles de víctimas definía de manera muy certera, como para despejar cualquier duda, lo que significaba ser un desaparecido: “Es una incógnita, es un desaparecido. No tiene entidad, no está, ni muerto ni vivo, está desaparecido”.

Astiz el asesino, junto a otros colegas de profesión, como Ricardo Serpico Cavallo, Adolfo Donda y otros nueve, eran parte del grupo de tareas 332, comandado por el temible Jorge El Tigre Acosta. Todos ellos fueron condenados a cadena perpetua. El grupo, de los más feroces de aquel entonces, y con más 4.500 muertos en su haber, tenía su base operativa en la Escuela Superior de Mécanica de la Armada, popularmente conocida como ESMA. El lugar, hacía de centro clandestino de detención en el que transcurrían una breve estancia los candidatos a desaparecer antes de su destino casi inevitable: la muerte por tortura, asesinato o por simple diversión de sus verdugos. La lista de torturas perpetradas es extensa y malévolamente creativa. Desde el uso de la picana eléctrica, instrumento favorito de los torturadores para sacar confesiones e información sobre los próximos desaparecidos, hasta los tristemente famosos “vuelos de la muerte”, en los que las víctimas eran arrojadas al mar o al Río de la Plata desde aviones oficiales mientras aún estaban con vida, para que sus pulmones se llenasen de agua al respirar y así se hundieran sus cuerpos y nunca sean encontrados. En el apartado de crímenes, también echaron mano de la imaginación, robando bebés de detenidas-desaparecidas cual botín de guerra, o saqueando y apropiándose de los bienes de los detenidos, lo que les permitió conformar a todos ellos una pequeña fortuna personal. Aunque los crímenes mencionados son sólo la punta del iceberg de una gran cantidad de crímenes espantosos.

De todos los genocidas sentenciados, Alfredo Astiz fue el que más protagonismo adquirió. Quizás por su aspecto de niño bueno o por sus múltiples caras. Sin lugar a dudas, la peor de todas ellas fue la de Gustavo Niño, un alegre y jovial muchacho que supuestamente había perdido a su hermano a manos de la dictadura y que concurría a reuniones que congregaban a un grupo de personas desesperadas por intercambiar información en relación a los primeros detenidos, los futuros desaparecidos. Alfredo Astiz, con su careta de Gustavo Niño y su sonrisa falsa, lograba encandilar y aferrar a la esperanza al conjunto de familiares desesperados. Lo que el ingenuo grupo desconocía, era que “el rubito”, como cariñosamente solían llamarle por su pelo rubio y sus ojos azules, era en realidad el Teniente de Fragata Alfredo Astiz y que estaba “marcando” a sus futuras víctimas, allanando el camino a sus compañeros de armas para no tuviesen ninguna duda a la hora de desaparecer a cada uno de los miembros que componían el “Grupo de la Santa Cruz”, como así se le denominaba haciendo alusión a la iglesia donde se reunían. El conjunto de personas lo conformaban las fundadoras de las Madres de Plaza de Mayo, asociación creada con el fin de aparecer a los desaparecidos, dos monjas francesas y varios activistas de derechos humanos. El modo en que el verdugo enviaba sus víctimas hacia la muerte era muy particular, versión mejorada de un moderno Judas: señalaba, en el atrio de la iglesia donde se reunían y mediante un abrazo sentido, a cada uno de los desdichados que enviaba a la muerte. El ángel asesino, alcanzó a meterse tan de lleno en su papel de familiar de desaparecido y tener tan engañados a todos, que incluso una vez detenidas las monjas francesas en la ESMA, maniatadas y sufriendo de dolor, seguían preguntando por la suerte de aquel “muchachito rubio”, rogando que nada le hicieran, según el testimonio de un sobreviviente. Trágica ironía de la vida y la muerte.

Una serie de leyes, la de Obediencia Debida y  la Punto final, además de unos indultos posteriores promulgados por el generosísimo ex presidente y actual senador Carlos Saúl Menem, mantuvieron la vergonzosa impunidad de Astiz y sus compinches durante décadas. En 1998, mientras Astiz aún disfrutaba de su libertad, realizó unas declaraciones a una periodista argentina que causaron gran revuelo en la sociedad argentina. El ex marino y actual asesino, se jactó de saber quien había asesinado a Dagmar Hagelin, joven sueca-argentina que presuntamente había sido asesinada por él; y también admitió ser el hombre mejor preparado para asesinar un periodista o un político. El ex presidente Menem, decidió tomar cartas en el asunto y darle un castigo ejemplar debido a sus declaraciones: seis meses de destitución de su cargo de Capitán de Fragata de la Armada.

Lo curioso es que los genocidas, a pesar de las atrocidades cometidas, siguen pensando que en realidad brindaron un gran servicio a la comunidad torturando y asesinando a supuestos subversivos, los cuales muchas veces su único crimen consistía en figurar en la agenda de direcciones de algún sospechoso detenido. Sin vergüenza, cada uno de los condenados, aseguró haber hecho lo que hicieron por la “patria”, refugio habitual de justificación de crímenes para la gente de su calaña. Pero los criminales, a pesar de reivindicar sin pudor sus proezas asesinas, muestran arrepentimiento al menos en algo: en no haber matado a todos, ya que fue Néstor Kirchner, ex presidente -ya fallecido- y miembro en su juventud de la izquierda peronista, abiertamente opositora al régimen militar, quien puso a todos estos sátrapas al servicio de la Justicia mediante la derogación de las leyes injustas que les permitían andar sueltos por ahí. El jefe del grupo, claramente molesto con las acciones de Kirchner, en un lapsus a los tiempos en que era jefe de asesinos, calificó al gobierno de Kirchner de “Montonero proterrorista”, lo que en la época del horror significaba que todos debían ser asesinados.

La sentencia que condenó a Astiz y al resto de sus pares, fue leída públicamente. En las afueras de los Tribunales, y en la propia ESMA, ahora reconvertido en museo de la memoria, cientos de personas, familiares de las víctimas, pudieron aliviar al menos en parte el sufrimiento soportado durante décadas. Se podría decir que los asesinos tuvieron finalmente su merecido, pero que también la sacaron barata, ya que nadie les torturará ni les someterá a picana eléctrica una vez encarcelados, cosa que ellos sí hicieron con los miles de desaparecidos. Ahora, las siglas “NN”, que es como denominaban los militares genocidas a los miles de asesinados y enterrados sin la oportuna identificación de su identidad, tienen un significado diferente, transformándose en más que unas iniciales y conformando las palabras que los terminaron por condenar: Ni olvido Ni perdón.

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