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América Latina: las mil caras de la violencia

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América Latina se enfrenta hoy a unas nuevas formas de violencia que suponen una seria amenaza para la seguridad y futuro democrático de la región.

Concluidas ya las guerras y regímenes dictatoriales que afectaran el continente en las décadas de los ochenta y noventa, y permaneciendo únicamente vivo el largo conflicto armado colombiano, América Latina se enfrenta hoy a unas nuevas formas de violencia que suponen una seria amenaza para la seguridad, y que ponen en evidencia las limitaciones de políticas que han posibilitado el crecimiento económico pero que han avanzado muy poco en la redistribución de la riqueza.

En este escenario, las políticas que están poniendo en marcha los diferentes países son muy diversas y en ocasiones contradictorias y reflejan una incomprensión de las causas profundas del fenómeno violento y de su verdadera naturaleza.

Escuche la entrevista con Francisco Rey Marcos

La diversidad de las «violencias»

Una visión muy simplista de la violencia en América Latina que se ha generalizado en los últimos tiempos, la circunscribe a fenómenos como las Maras salvadoreñas, las pandillas, los grupos violentos de las favelas, o las bandas delicuenciales como los Zetas que, sin duda, se han convertido en verdaderas amenazas en los países en los que operan y que han ido sofisticando su actuación. Todas tienen, sin embargo, raíces y motivaciones muy diferentes y si los Zetas, por ejemplo, responden a patrones clásicos de crimen organizado y organización mafiosa que busca objetivos económicos, las Maras y otras pandillas se sitúan más en lo antropológico y en la falta de oportunidades y de búsqueda de nuevas identidades por parte de jóvenes que jamás han podido insertarse en su sistema social. No olvidemos, además que en su origen, estas bandas juveniles surgen de la «importación» de formas de organización de los jóvenes marginales en algunas ciudades de los Estados Unidos, especialmente Los Angeles. Pero si en el norte han existido mecanismos de control y represión, así como propuestas de inclusión, en El Salvador u otros países, la impunidad y la incapacidad del sistema político para enfrentar el fenómeno, le hizo crecer de modo espectacular.

Pero si Zetas y Maras, unidas a otras formas delincuenciales como los «gangs» haitianos, o los grupos armados en las favelas brasileñas, son las partes más visible del iceberg violento, hay que indagar en las muchas otras formas que la violencia está tomando y que ocasiona numerosas víctimas y situaciones de extremado sufrimiento en los lugares en los que se dan. En primer lugar, las situaciones de violencia interpersonal y social, especialmente grave en el caso de las formas de violencia contra las mujeres, muchas veces invisible o invisibilizada y que sigue contando con una enorme impunidad en muchos países de la región. Junto a esto, más allá de la violencia del crimen organizado, las formas de violencia económica y política, muchas veces, como señalaría Johan Galtung, de carácter estructural, continúan con gran fuerza en el subcontinente y, sin embargo, no parecen tan evidentes en la imagen pública. Las formas de clientelismo político, la dudosa claridad de algunos procesos electorales, la presión a las que grupos vinculados con intereses económicos y políticos someten a algunas comunidades para conseguir mantener su poder y sus intereses, forman parte, más generalizada de lo que pueda parecer, del paisaje social latinoamericano.

Exclusión social y desconfianza en el Estado

Suele repetirse como si se tratara de un mantra, que América Latina ha sido siempre una región violenta, que eso forma parte de su cultura, y nos negamos a aceptarlo de modo acrítico pues esa repetición ha supuesto que nada, o muy poco, se haya hecho para combatirla. Todos los datos del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), o el propio Banco Mundial o la CEPAL, muestran que las cotas de desigualdad y exclusión social no solo siguen siendo muy altas sino que han aumentado en algunos países en la última década con casos como el colombiano a la cabeza. Pocos países como Brasil han aumentado la equidad y podido crear «clases medias» de personas que no solo han podido salir de la pobreza, sino que han podido aumentar sus ingresos de modo estable. Y en este contexto, las políticas sociales han hecho poco para favorecer la inclusión y redistribuir, o al menos mitigar para los sectores más vulnerables, ls efectos de la pobreza extrema.

Junto a esto, la desconfianza en las instituciones estatales que se refleja en las encuestas como el Latinobarometro sigue siendo muy alta, con cifras muy elevadas de desconfianza en la policía (por encima del 70%) o con percepciones de que la corrupción no solo no se frena sino que crece y afecta cada vez más a la «clase política». Y esa desconfianza concede una cierta legitimidad social a aquellos que justifican ciertas formas de violencia

El combate global contra la violencia: un reto del presente

Profundizar en el análisis de las causas del fenómeno violento ayudaría a que se establecieran frente a él, no solo medidas policiales o represivas sino, junto a ellas, acciones educativas, de concienciación social… y, por supuesto medidas estructurales de inclusión social y reformas en el aparato del Estado. Hasta hoy, han primado solo las medidas represivas y los resultados han sido escasos.

Y junto a esto, debemos citar, aunque sea brevemente, el papel que las organizaciones de la sociedad civil están teniendo en combatir, al menos, los efectos más dramáticos de la violencia. Organizaciones como Viva Rio o el propio Comité Internacional de la Cruz Roja o Médicos sin Fronteras están empezando a trabajar en estos escenarios. Y, tal vez, no esté dentro de su saber hacer original o de sus mandatos pero ¿quién se encarga si no de atender a las víctimas que la violencia genera en espacios de deslegitimidad del Estado?

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