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Bolivia, hacia una Constitución para tomar el poder

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El problema no es tomar el poder sino mantenerlo. Ya lo decían los viejos teóricos: después de la toma del poder es cuando empieza la revolución. Y eso podría ser lo que suceda (o no) en Bolivia a partir del análisis hecho por los nuevos dirigentes de Bolivia, según el cual «los indígenas somos gobiernos pero no somos poder».

Bolivia es el país más pobre en América del Sur, con un elevado nivel de injusticia social, pobreza y exclusión política. A esta situación estructural se le añade el hecho de que un porcentaje importante de la población es indígena, precisamente el grupo más pobre y excluido. La dinámica política ha estado dominada hasta ahora por el gobierno de las elites, los golpes militares y, últimamente, por los gobiernos civiles de cortos e inestables periodos y con precaria capacidad de liderazgo, hasta el triunfo de Evo Morales en las elecciones presidenciales del pasado 18 de diciembre.

Los últimos dos presidentes han tenido que dejar el poder a causa de las protestas sociales. Gonzalo Sánchez de Losada renunció en octubre de 2003, después de la llamada «guerra del gas» (que dejó 60 muertos.) En junio de 2005, Carlos Mesa dejó también el gobierno. En ambos casos las protestas se enmarcaron en la política de hidrocarburos, con dos claras reivindicaciones: la nacionalización y la convocatoria a una Asamblea Constituyente. El gobierno de Meza hizo un referéndum sobre la política de hidrocarburos (18 de julio de 2004) el cual, aunque con ambigüedades por la forma en que estaban elaboradas las preguntas, mostró claramente la voluntad nacionalizadora.

En esa misma línea, el pasado 2 de julio se decidieron en Bolivia por vía electoral dos asuntos explícitos: la formación de una Asamblea Constituyente y, a la vez, un referéndum sobre la propuesta de un modelo autonómico departamental. La elección de la Asamblea implica la remodelación democrática del país. El debate que se ve venir es entre los partidarios del modelo neoliberal y los defensores del Estado social. Pero, como si esto no fuera suficiente, existen otros debates pendientes: el de los recursos naturales, el del pluralismo cultural y, el más complejo jurídicamente hablando, el de la tensión entre derechos individuales y derechos colectivos.

No se trata de negar la necesidad de reconocer y potenciar una «discriminación positiva” a favor de ciertas personas puestas en condición de vulnerabilidad por las estructuras, la cultura dominante o el capital, sino de no repetir lo que ya hacen las derechas: invocar los derechos humanos para vulnerar derechos humanos (!). Los dos extremos tramposos serían: la defensa del derecho a la propiedad como sacrosanto y único derecho (como lo entiende el neoliberalismo) y la fundación de sistemas sociales basados en el colectivismo a ultranza (riesgo real, que no se puede despreciar ni tampoco sobredimensionar.) Uno de los objetos de este debate será, sin duda, la tensión entre propiedad individual y propiedad colectiva de la tierra.

El otro punto de la agenda electoral es la autonomía. Esta tendencia, fruto de las imposiciones del Banco Mundial, que se ha presentado en América Latina como un gran paso en la ampliación de la democracia con el nombre de «descentralización», ha producido resultados nefastos, porque en la práctica no se trata de descentralizar el poder sino de desconcentrar los problemas, de devolver a las comunidades las responsabilidades del Estado sin recursos ni capacidad real, lo que explica parte del retroceso en materia de salud y educación de la región.

En el caso concreto de Bolivia, la autonomía implica, además de descentralización, otras particularidades. Ésta es, entre otras cosas, una propuesta con la que las elites regionales y locales buscan restar poder a Evo Morales, amparados en una supuesta ampliación de la democracia, a la que se ha respondido, desde el lado indigenista, con dos argumentos: a) el que se prefiere un poder central que mire a la agenda de los pobres, en vez de una autonomía regional controlada por elites que piensan de espaldas al pueblo, y b) el que el debate no debe girar sobre autonomías departamentales sino regionales, trascendiendo los departamentos, incluso reordenando el territorio dando luz a «unidades territoriales indígenas».

Este proceso electoral ha significado también una gran encuesta sobre la gestión de Evo Morales hasta estos días, en el que han pesardo medidas ya tomadas como la nacionalización de los hidrocarburos (1 de mayo), la revolución agraria (3 de junio) y la presentación del Plan de Desarrollo (16 de junio). El 1 de mayo, tras varios meses de un cuidadoso trabajo jurídico, Morales hizo pública la nacionalización de los hidrocarburos (Decreto Supremo 28.701), planteando la nacionalización de los recursos y el sometimiento a ciertas reglas de juego para los nuevos contratos, con lo cual las trasnacionales entraron en un proceso de renegociación de contratos sin que haya habido la expropiación esperada de una nacionalización radical. Tal renegociación, que tiene un plazo de 180 días, permitirá que Bolivia pase de recibir 177 millones de dólares anuales a 780 millones.

La revolución agraria trató de darse en un marco concertado entre el gobierno y las elites regionales, especialmente los gremios empresariales del oriente, que buscan proteger sus latifundios, pero tales diálogos fracasaron el 2 de junio. Al día siguiente, Morales distribuyó 2,5 millones de hectáreas de tierras entre indígenas y campesinos.

El 16 de junio fue presentado el Plan de Desarrollo («Bolivia digna, soberana, productiva y democrática») que, como reconoce la derecha, es tan concreto que no puede acusársele de evasivo ni de etéreo pues establece metas cuantitativas que superan los Objetivos de Desarrollo del Milenio (otra cosa es su viabilidad concreta).

Las fuerzas de derecha y las elites, inspiradas en el reciente triunfo de Alan García en Perú, presentaron las elecciones como un espacio para defender la soberanía de la influencia del presidente venezolano Hugo Chávez, una especie de búsqueda del «voto del miedo». Esta posición simplista, que reduce los males endémicos bolivianos a un aparente populismo indigenista apoyado por fuerzas extranjeras, no dio resultados. El 2 de julio fueron elegidos 255 constituyentes, de los cuales 137 son del Movimiento al Socialismo (MAS). Es decir, a pesar de que el sistema electoral y sus medidas para garantizar la representación de minorías restó puestos al MAS, en números absolutos, Bolivia sigue respaldando a Morales: el MAS ganó en 7 de 9 departamentos, avanzó en el oriente e incluso ganó en la mayoría de circunscripciones de Santa Cruz y Tarija. La derecha, representada en «Podemos», cayó estrepitosamente logrando apenas un 15%. En todo caso, el MAS no logró la mayoría absoluta (170), por lo que se abre el abanico de los acuerdos para poder sacar adelante las propuesta de reforma constitucional.

En el referéndum por la autonomía, ganó el no a nivel nacional, pero el sí lo hizo en varios departamentos. Esto no es un indicador para el MAS, en cuanto a que varios de sus sectores, incluyendo el vicepresidente, apoyaron el sí. Ahora será la misma Asamblea Constituyente la que finalmente dirá qué alcances tendrán las autonomías.

El debate va más allá de la formulación literal de la Constitución o una supuesta tensión entre federalismo y centralismo, lo que está en juego es cómo hacer de Bolivia un Estado incluyente. Bolivia ha tenido desde 1826, 16 Asambleas Constituyentes, sin que en ninguna de ellas los pobres hayan sido tenidos en cuenta. Por eso urgiría dar a los cambios políticos (reforma agraria, nacionalización de hidrocarburos, plan de desarrollo, separación Iglesia-Estado, educación laica…) un rango constitucional. Tenían razón los viejos teóricos: el problema no es tomar el poder sino mantenerlo.

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