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Colombia, de la guerra antidrogas a la guerra contra el terrorismo

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Aunque el conflicto violento en Colombia tiene características propias el marco de la guerra global contra el terrorismo, que se inició el 11 de septiembre de 2001, lo ha agravado. El gobierno de George W. Bush simplifica algunas crisis equiparándolas con terrorismo. Esto justifica políticas de fuerza y dejar de lado las negociaciones y el diálogo como vías de salida para los conflictos. Washington premia a sus aliados y castiga a los que cuestionan su poder. Por lo tanto, muchos Gobiernos optan por un alineamiento sin condiciones.

En Colombia, diversas circunstancias contribuyeron a la ruptura del proceso de paz entre el Gobierno de Andrés Pastrana y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), así como a la elección de Álvaro Uribe como presidente, con una propuesta de fuerza, dispuesto a ganar una guerra que dura ya más de cuarenta años. Uribe califica la situación de Colombia como un problema de “terrorismo”, al que sólo cabe derrotar. En ese mismo sentido han ido las declaraciones de altos cargos del gobierno de EE UU con respecto a este país. En línea con eso, apoyan a Uribe y han incrementado la ayuda, principalmente militar, a la vez que han eliminado las restricciones para que se utilice contra los grupos insurgentes. Colombia es percibida como una peligrosa combinación de terrorismo y narcotráfico a las puertas de EE UU, de ahí que de la “guerra antidrogas” se haya pasado a enmarcarla dentro de la “guerra global contra el terrorismo”. 

La internacionalización del conflicto: EE UU y el Plan Colombia

La principal vía de internacionalización del conflicto colombiano es la intervención estadounidense que, hasta el año 2002, se circunscribía básicamente a la cuestión del narcotráfico. Hace años que Colombia es un gran receptor de ayuda estadounidense, dentro del marco de la guerra antidrogas de Washington. Desde el año 2000, la mayor parte de esa ayuda se enmarca en el denominado Plan Colombia. Éste fue aprobado durante el mandato de Bill Clinton y supone una inversión de miles de millones de dólares para la lucha contra las drogas. Combina un apartado destinado a la erradicación forzosa de cultivos ilícitos (con el 80% de los fondos) con ayudas para programas sociales y económicos que permitan la sustitución de esos cultivos (el restante 20%). Su último objetivo es entrenar, financiar y suministrar armamento y asesores a los batallones antinarcóticos del ejército que operan en el sur de Colombia, un área donde se estima que está el 60% de los cultivos del país. Su principal instrumento sobre el terreno es una masiva fumigación aérea con sustancias químicas para acabar con la producción de la región.  Esta fumigación es protegida por batallones antinarcóticos del ejército, entrenados y armados por EE UU, y con despliegue de soldados en tierra.

La fumigación de plantaciones de coca y amapola no es nueva en Colombia. Con diferentes criterios y ritmos, se lleva realizando desde 1978. La novedad del Plan Colombia es el número de hectáreas fumigadas y la mezcla química que se utiliza: una nueva y más eficaz concentración de Roundup (Roundup Ultra), mezcla comercial basada en el herbicida glifosato. A esto se añaden aditivos como el Cosmo-Flux 411F, que mejora la adherencia del producto a las plantas. La dosis promedio es de 23,66 litros por hectárea, que contienen más de 10 litros de Roundup Ultra. 

El discurso en el que se ha basado la estrategia antidrogas en Colombia es doble. Por un lado, este país es el principal productor y provee el 90% de la cocaína que demanda el mercado estadounidense, por lo que erradicar los cultivos es, para Washington, un asunto de seguridad nacional. Por otro lado, y dado que el narcotráfico es una de las fuentes de financiación de los grupos armados, acabar con él cortará esa financiación y permitirá acabar con el conflicto. Sin embargo, ambas premisas son equivocadas. El conflicto colombiano se ha prolongado por más de cuarenta años y sus raíces son anteriores y distintas del narcotráfico. “El narcotráfico no es la causa de la guerra de Colombia. Ésta es anterior a la aparición del fenómeno en el país, que no se produjo a gran escala hasta los años ochenta. La inequidad en la tenencia de la tierra y la riqueza, la debilidad y corrupción del Estado (pese a contar con una sofisticada estructura jurídica), el caudillismo agrario y el aislamiento de unas regiones de otras del país, que obstaculizaron la configuración de un Estado centralizado, la intolerancia entre grupos con intereses enfrentados y la falta de espacio para la participación política de amplios sectores de la población son factores que están en el origen del conflicto. El narcotráfico lo agravó” .

A diferencia de Bolivia, en Colombia no hay un uso tradicional de la coca. Es un producto que nunca se cultivó en el país. Inicialmente se comenzó a plantar marihuana en áreas remotas y alejadas del control del Estado y, posteriormente, a procesar y exportar la pasta base de cocaína procedente de Bolivia y Perú. Así se hizo durante los años setenta y primeros ochenta. Con los programas de erradicación puestos en marcha en esos dos países y la interceptación de aviones, se comenzó a fomentar el cultivo en la propia Colombia. Esto se vio favorecido por las particulares condiciones del país: con un Estado que no controla grandes partes de su territorio y un modelo de ocupación del suelo basado en la colonización no regulada.

Durante décadas, los campesinos han sido expulsados de sus tierras, en las zonas más aptas para la agricultura, por la presión de los grandes hacendados y los terratenientes. Estos campesinos huían y se iban a colonizar áreas selváticas o cumbres montañosas, abriendo la selva y estableciendo pequeñas fincas. Pero el suelo no era adecuado para el modelo de agricultura andina y tampoco había infraestructuras para sacar los productos al mercado, de forma que quedaban en un estado de precariedad permanente. Esta situación y la ausencia del Estado contribuyeron a que, cuando llegó la coca, se convirtiera en una alternativa de supervivencia. Se calcula que un 62% de las explotaciones cocaleras de Colombia tienen menos de 3 hectáreas y están en manos de pequeños cultivadores. La opción por la coca debe entenderse en el marco de la crisis de la economía rural, la ausencia de infraestructuras de transporte y mercados y la alta incidencia de la pobreza rural (un 80% en el año 2001).

El dinero fácil del narcotráfico ha agravado la guerra porque los grandes flujos financieros asociados a este tráfico han permitido a todos los grupos armados autofinanciarse, bien controlando el negocio o cobrando un “peaje” a los intermediarios que acuden a comprar la pasta base. También participan sectores del Estado y el sistema bancario, industrial y financiero, exacerbando la corrupción. Los diferentes actores implicados han impulsado la compra masiva de armas y han llevado a la creación de nuevos ejércitos privados que defienden los intereses de los grandes narcotraficantes y constituyen un nuevo foco de violencia. 

Colombia es el país que más herbicidas utiliza para luchar contra los cultivos ilícitos y el que más hectáreas de plantaciones ilegales destruye en el mundo. Sin embargo, la oferta ha seguido creciendo de forma inexorable y el cultivo, procesamiento y tráfico de drogas ilícitas nunca alcanzó los niveles de los últimos años . Sigue siendo el principal productor y provee la inmensa mayoría de la cocaína que demanda el mercado estadounidense, a pesar de que, desde 1996, se ha fumigado más de medio millón de hectáreas. En el año 2003 se ha registrado la primera reducción de superficie en años, sin embargo, en parte fue compensada por un incremento en Perú y Bolivia .

Ésta es la otra premisa equivocada en la estrategia de Washington: mientras la demanda se mantenga estable, la producción continuará, en Colombia o en otro lugar. El área cultivada de coca se mantiene estable en la región andina, en torno a 200.000 hectáreas en los últimos diez años. Se trata del llamado “efecto globo”: la superficie que se deja de cultivar en un país se incrementa en el otro, y lo que se reduce en Bolivia y Perú aumenta en Colombia y viceversa .

Por todo ello, ésta es una estrategia condenada al fracaso. Los programas de fumigaciones aéreas atacan al eslabón más débil de la cadena de las drogas: los campesinos y colonos. Pero no se ataca a los grandes narcotraficantes ni tampoco otros aspectos clave del negocio como el consumo, el lavado del dinero del narcotráfico en los circuitos financieros internacionales ni la importación de los precursores químicos necesarios para elaborar cocaína o heroína a partir de la hoja de coca y la amapola, que son producidos en un 90% por empresas químicas estadounidenses y europeas. Como afirma Ricardo Vargas, experto en políticas antidrogas, “el narcotráfico no se combate fumigando cultivos ilícitos, sino luchando contra la parte más rentable del negocio: las organizaciones criminales, los mecanismos de lavado con grandes utilidades de la banca internacional, el contrabando de armas, las redes de prostitución, grandes casinos, etc. En fin, el gran lavado que se produce en las economías legales e ilegales y que goza de gran impunidad en el mundo global” .

También es necesario resaltar que, al mismo tiempo, la fumigación tiene fuertes efectos ecológicos y sociales, además de contribuir a la militarización del país y al agravamiento del conflicto. El traslado de cultivos significa la extensión del conflicto, ya que los actores armados se trasladan a las zonas de nuevo cultivo y comienzan a ejercer tácticas para el control de la población que implican violaciones de los derechos humanos y el derecho internacional humanitario (DIH). A la vez, no hay estudios sobre los efectos de la fórmula sobre la salud humana ni el medio ambiente, pero la población de las zonas afectadas denuncia afecciones respiratorias y de piel, malformaciones congénitas, etc., así como una fuerte contaminación del suelo y el agua. Los agricultores se ven obligados a huir, en definitiva, porque el suelo queda inutilizable para la agricultura y la deforestación continúa aumentando. 

La conjunción de Uribe y la «seguridad democrática» con la «guerra antiterrorista» de Bush

Los Gobiernos colombianos han aceptado siempre, con diverso grado de entusiasmo o contestación, la política antidrogas que se impone desde EE UU. Simultáneamente, han librado la guerra contra los movimientos insurgentes en escenarios que han oscilado entre la confrontación total o la apertura de diálogos con algunos de ellos, encaminados a una salida negociada y a la reinserción.

El último proceso de negociación fue el que mantuvieron el Gobierno de Andrés Pastrana y las FARC. Su ruptura en febrero de 2002, junto con los cambios que se produjeron en el ámbito internacional a partir de los atentados del 11 de septiembre de 2001, fueron capitalizados por el candidato Álvaro Uribe, que ganó las elecciones con un programa basado en escalar y ganar la guerra a los grupos insurgentes. La política de “seguridad democrática” que utiliza para ello desde su toma de posesión, en agosto de 2002, significa reformas en el régimen político dirigidas a recortar las libertades públicas y los derechos procesales; dar más poder a las fuerzas de seguridad; recortar las potestades de los órganos de control, como la Corte Constitucional o la Defensoría del Pueblo, e involucrar a los civiles en el conflicto mediante la creación de patrullas de “soldados campesinos”. Para ganar la guerra, Uribe parte de la base de que ésta no existe: lo que existe es “una lucha del Estado legítimo contra un grupo de terroristas que financian sus acciones porque se financian del narcotráfico” .

Esta visión del conflicto, alineada con la visión de la realidad internacional que ahora predomina en Washington, implica varias consecuencias negativas: polariza a la sociedad y criminaliza a los disidentes; niega las causas estructurales del conflicto y cualquier interlocución; ignora el DIH (dado que no hay conflicto) y profundiza la crisis de derechos humanos al vulnerar los convenios y tratados internacionales firmados por el país, por ejemplo, con el estatuto antiterrorista, que otorga funciones judiciales a las fuerzas militares. Por último, aleja la posibilidad de paz negociada ya que con terroristas no se negocia . Grupos de la sociedad civil como organizaciones de derechos humanos, sindicatos o miembros de la oposición política son acusados de apoyar el terrorismo y la subversión si expresan su desacuerdo con la política presidencial o tratan de promover alternativas o el respeto de los derechos humanos. Esto los vuelve más vulnerables a amenazas y asesinatos . En resumen, se avanza hacia una sociedad más radicalizada y violenta .

Como parte de esa estrategia de fuerza, Álvaro Uribe comunicó sus objetivos a la Administración estadounidense mediante una carta dirigida al presidente George W. Bush el 19 de septiembre de 2002. Entre ellos destacan:

Establecimiento de políticas dirigidas a eliminar el cultivo, procesamiento y tráfico de drogas ilícitas y fortalecer el Estado y el imperio de la ley en todo el territorio, especialmente en áreas bajo el control de los grupos armados ilegales.
Reformas en el presupuesto y personal de las Fuerzas Armadas.
Dotación de más recursos para estos objetivos.
Apoyo a programas de desarrollo rural sostenible.
El nuevo presidente visitó Washington poco después y pidió el apoyo estadounidense a su estrategia. Ese mismo otoño, Bush firmó la Directiva Presidencial de Seguridad Nacional N. 18 relativa a Colombia, entre cuyos objetivos figuran: a) asistencia para combatir las drogas ilícitas y el terrorismo, defender los derechos humanos, promover el desarrollo (…); b) proporcionar ayuda, asesoramiento, entrenamiento y equipos y apoyo de inteligencia para las Fuerzas Armadas y la policía colombiana; c) promover el crecimiento y el desarrollo mediante el apoyo a la economía de mercado y la implantación del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA); d) reducir la producción y tráfico de cocaína y heroína mediante el fortalecimiento de los programas antinarcóticos; y e) apoyar el crecimiento y profesionalización de las fuerzas de seguridad colombianas . Esto significa una clara ruptura con la Directiva 73 de Clinton, que limitaba la ayuda estadounidense a la lucha antinarcóticos.

Crece la implicación de Estados Unidos

Dentro de la evolución geoestratégica posterior al 11 de septiembre, Colombia es de los países latinoamericanos que más interesan a Washington por el narcotráfico, el petróleo, la proximidad con la Venezuela de Hugo Chávez, su posición geopolítica con proyección hacia el Caribe, Centroamérica y los Andes y la vecindad con Panamá y el canal, cuya estabilidad se considera clave en la región. Desde Washington la crisis colombiana es vista como la principal amenaza para la seguridad en el hemisferio, ya que se interpreta como un laboratorio en el que se combinan los problemas más graves del actual escenario internacional: grupos terroristas, narcotráfico y actividades ilícitas que pueden financiar esas actividades terroristas y grandes territorios sin control del Estado.

Este país ya era un gran receptor de ayuda militar estadounidense antes del 11 de septiembre, como uno de los principales territorios donde se llevaba a cabo la “guerra contra las drogas”. Sin embargo, durante la Administración Clinton se vivió una tensión constante entre el Departamento de Estado y el de Defensa: el primero afirmaba que el Plan Colombia era un plan antinarcóticos; el segundo, que las fronteras entre narcotráfico y guerrilla eran débiles y que debía tener un componente contrainsurgente (incluso se acuñó el concepto de “guerra ambigua”, para justificar ese enfoque) . A partir del 11 de septiembre de 2001, este conflicto terminó y el gobierno de George W. Bush eliminó las restricciones y pasó de considerar la ayuda militar como instrumento para luchar contra el narcotráfico a vincularla con la lucha contrainsurgente y, aún más, con la guerra global antiterrorista.

El funcionario encargado de la lucha contra la droga de EE UU, John P. Walters, ha afirmado recientemente que la lucha antinarcóticos debe estar ligada a la guerra antiterrorista, ya que “la violencia y el terror están asociados al narcotráfico” . Walters alabó la política de Uribe en Colombia, por sus esfuerzos “sin precedentes” para acabar con el narcotráfico. Asimismo, considera que Uribe es el modelo que deben seguir los Gobiernos de Bolivia y Perú, países que también reciben ayuda estadounidense. Otros han ido incluso más lejos y han tratado de vincular a los cocaleros de Bolivia con los grupos armados colombianos, incluso hablando de “narcoterrorismo” en Bolivia, en relación con el levantamiento popular que llevó a la dimisión del presidente Gonzalo Sánchez de Lozada. 

El general James T. Hill, jefe del Comando Sur, se ha referido a la necesidad de luchar contra el narcoterrorismo y ha señalado que, en Bolivia, narcoterroristas y un partido político radical estaban tratando de derribar a un gobierno democrático. Yendo más lejos, ve América Latina como un vecindario de “Estados fallidos poblados por narcoterroristas y redes terroristas internacionales” . La solución a esto, desde su punto de vista, son más políticas de fuerza, en Colombia y en otros lugares.

Desde diversos institutos conservadores de EE UU que ejercen una profunda influencia en esta Administración se está alentando y promoviendo una implicación más activa del país en la guerra de Colombia. Según un documento reciente de la Heritage Foundation, la asistencia estadounidense no está lo suficientemente organizada como para satisfacer las necesidades de las fuerzas de seguridad colombianas. 

A su juicio, la Casa Blanca y el Congreso deberían fortalecer la ayuda relacionada con la seguridad y financiarla durante más tiempo, ampliar el entrenamiento y equipamiento para luchar contra el terrorismo, y desviarla de “programas improductivos” (la financiación de cultivos alternativos a los ilícitos) hacia las prioridades de la seguridad pública y el imperio de la ley . A su vez, el control debería pasar del Departamento de Estado al de Defensa. En la misma línea, el ex embajador de EE UU en Colombia, Myles Frechette, sugiere una implicación que dure al menos quince años y afirma que Álvaro Uribe es “la mejor oportunidad que tiene Colombia para resolver sus problemas” . “Colombia es un paradigma de los conflictos del siglo XXI. Es un Estado sorprendentemente débil, atacado por una poderosa combinación de territorio sin gobierno, terrorismo insurgente de izquierdas y derechas, crimen internacional organizado en torno al narcotráfico, una muy asentada cultura de violencia e impunidad, daño medioambiental y corrupción institucional” .

Debido a esta percepción, que se impone en Washington, su intervención en el conflicto colombiano ha escalado. No sólo la ayuda ha crecido y se han roto los límites entre la guerra contra las drogas y la guerra contrainsurgente (o antiterrorista) sino que, actualmente, Washington tiene más tropas y contratistas civiles sobre suelo colombiano que nunca antes. De los 117 miembros del personal militar que había allí en noviembre de 2001 se pasó a 358 en mayo de 2003 .

Según datos del Center for International Policy de octubre de 2003, la ayuda estadounidense a Colombia ha sumado 2.400 millones de dólares entre 2000 y 2003, más del 80% dirigida a las Fuerzas Armadas y la Policía. Para 2004 se ha solicitado al Congreso una nueva partida, superior a los 688 millones de dólares, con la misma proporción de ayuda militar . En total, son más de 1,6 millones de dólares diarios en ayuda militar. En julio de 2003 el Congreso debatió la petición de Bush de aprobación de la Iniciativa Regional Andina, para destinar 731 millones de dólares a siete países del área, destinados a “apoyar una campaña contra el tráfico de narcóticos y contra las actividades de organizaciones designadas como terroristas en Colombia”.

Pero lo preocupante no es sólo el incremento de la ayuda sino la diversificación de las partidas, que apunta a una mayor implicación directa estadounidense (aunque aún limitada) en el conflicto. Desde agosto de 2002 se han dedicado 99 millones de dólares a ayudar al ejército de Colombia a proteger el oleoducto Caño Limón-Coveñas, que, desde el departamento de Arauca, lleva el petróleo hasta el Caribe. El oleoducto, cuyo petróleo pertenece en casi un 44% a la petrolera estadounidense Occidental Petroleum, fue bombardeado por la guerrilla 170 veces en 2001.

Otro elemento de la lucha antidrogas son los Centros Operativos de Avanzada (FOL) establecidos por EE UU en Ecuador, El Salvador y Aruba/Curaçao desde 1999, tras el cierre de la base Howard en Panamá, en la que operaba el Comando Sur. La justificación para estas bases se encontraba, hasta hace poco, en la necesidad de vigilancia para interceptar los envíos de drogas. Sin embargo, los FOL desempeñan otras funciones, como recopilar datos sobre el tráfico de armas en la región, monitorear los barcos de emigrantes hacia EE UU y, más recientemente, apoyar la participación estadounidense en el conflicto colombiano, vista como parte de la “campaña común” contra drogas y terrorismo . 

Las dudas de la Unión Europea

Ante esta situación, la Unión Europea y sus miembros mantienen posiciones que oscilan entre cooperar en proyectos de desarrollo económico y distanciarse de la solución militar o acercarse a Estados Unidos a través del discurso antiterrorista. En general, la línea que hasta ahora ha mantenido la UE y los países comunitarios ha sido la de favorecer la paz a través de negociaciones.

El Gobierno colombiano reclamó a la Unión Europea, como a otros donantes internacionales, que aportasen fondos para la “parte social” del Plan Colombia, fomentando planes de desarrollo alternativo en las áreas afectadas y para aquellos campesinos o comunidades que accediesen a llevar a cabo la erradicación manual de los cultivos ilícitos a cambio del compromiso de que sus tierras no sufrirían la fumigación. La definición de una postura común de la Unión Europea ante el Plan Colombia fue difícil, ante la creencia predominante en Europa de que la ayuda debía promover de la manera más efectiva una solución pacífica al conflicto colombiano y no contribuir a intensificar la violencia.

A petición del Gobierno colombiano, y con los auspicios del Banco Interamericano de Desarrollo y del Gobierno español, a comienzos de 2000 los países europeos se comprometieron a crear y coordinar una Mesa de Donantes, cuyo objetivo era reunir unos 1.000 millones de dólares para canalizar la ayuda extranjera hacia el Plan Colombia; una ayuda que iría destinada a programas de sustitución de cultivos y desarrollo social. La primera reunión tendría lugar el 7 de julio de 2000 en Madrid. Antes de ella, la definición de las posturas fue conflictiva: España e Inglaterra apoyaban el componente militar y de erradicación aérea del Plan, mientras otros países como Bélgica, los Países Bajos, Alemania y Francia expresaban sus objeciones. Antes de la Mesa de Madrid, se celebró una mesa alternativa de ONG y colombianas y europeas, que expresaron su rechazo al Plan. Así se decidió aprovechar la reunión de Madrid para adoptar una nueva postura europea, de forma que ya no sería una conferencia de “donantes al Plan Colombia” sino un “encuentro del Grupo de Apoyo al Proceso de Paz en Colombia”. Durante la Mesa de Madrid, la UE no tomó una decisión sobre su contribución financiera; aunque se adoptaron decisiones sobre contribuciones individuales: 300 millones de dólares prometidos por el BID; 70 millones por parte de Japón; 131 millones de programas de la ONU en Colombia, 20 millones del Gobierno noruego y 100 del Gobierno español. También se creó un Comité de Apoyo y Seguimiento de los desembolsos.

En la reunión del Comité que se celebró en octubre, en Bogotá, la UE se distanció formalmente del Plan Colombia y anunció un paquete de ayuda dirigido a cinco áreas prioritarias: apoyo al Estado de derecho; defensa de los derechos humanos y el Derecho Internacional Humanitario; lucha contra las causas de la violencia y ayuda a sus víctimas; protección de la biodiversidad y el medio ambiente; y afianzamiento de la cooperación regional. La UE advirtió también del impacto negativo que podían tener algunos métodos de erradicación de cultivos ilícitos e insistió en la necesidad de apoyar a los campesinos con cultivos alternativos. En definitiva, la UE se desmarcó del Plan Colombia aunque sin criticarlo expresamente ni tampoco situarse en contra.

Más contundente, el Parlamento Europeo adoptó una resolución en la que afirmaba que la Unión Europea debía buscar su propia estrategia y que ésta debía enmarcarse en el apoyo al proceso de paz. El 1 de febrero de 2001 estableció que la UE debía dar los pasos necesarios para garantizar la suspensión del uso masivo de herbicidas químicos y prevenir la introducción de agentes biológicos como el Fusarium Oxysporum, debido a sus riesgos para la salud humana y el medioambiente . El Parlamento manifestó su rechazo definitivo al Plan Colombia.

La tercera reunión del Grupo de Apoyo al Proceso de Paz, auspiciada por el Banco Interamericano de Desarrollo y la Comisión Europea, tuvo lugar en Bruselas el 30 de abril de 2001. En la declaración final de este encuentro, la UE volvió a reclamar el respeto de los derechos humanos y el DIH y la necesidad de lograr una salida negociada al conflicto armado y de apoyo internacional al proceso de paz en Colombia.

Sin embargo, con la reanudación del conflicto armado y las elecciones presidenciales que dieron la victoria a Álvaro Uribe finalizó un ciclo de más de tres años en la política de la Unión Europea hacia Colombia, en el que se ha pasado “de las buenas intenciones a una gran frustración” . Tras ese ciclo, la Unión Europea se ha visto obligada a redefinir su posición ante el conflicto. La Declaración de la Presidencia de la Unión Europea sobre la ruptura del proceso de paz del 22 de febrero de 2002 expresaba claramente la frustración comunitaria, ya que impedía desarrollar esa política, y atribuía la responsabilidad del fracaso a las FARC. En 2002, en especial durante el semestre de Presidencia española de la UE, el recrudecimiento de la violencia interna en Colombia y el nuevo escenario internacional apenas dejaron espacio para una política comprometida con un eventual proceso de paz.

La Presidencia española presionó a favor de la inclusión de las FARC en la “lista” de organizaciones terroristas de la Unión Europea y, en general, en pro de un mayor alineamiento con la posición estadounidense y la estrategia militar de Uribe. El 13 de junio se logró un acuerdo en el Consejo y ambos grupos pasaron a ser consideradas oficialmente “organizaciones terroristas” por la Unión Europea. Sin embargo, esta decisión, que la Presidencia española consideró uno de sus éxitos, “supone un mayor alineamiento con una parte en el conflicto, y puede condicionar la actuación de la UE, tanto en el ámbito político como en los proyectos de desarrollo y de carácter humanitario, que será más difícil implementar en un contexto de mayor inseguridad y violencia. A la postre, en éste como en otros ámbitos, si la actuación de Bruselas es indistinguible de la de Washington, su legitimidad y su influencia política se desvanecen” .

En definitiva, la posición de la UE hacia el conflicto colombiano tiende a hacer prevalecer los elementos del diálogo y la negociación como salida del conflicto, pero sus discrepancias internas minan su credibilidad y sus posibilidades de influir de forma positiva en este conflicto. 

El agravamiento de la guerra

Más preocupadas con otras prioridades en política exterior como la situación en Irak y los Estados del “eje del mal”, y envueltas en el discurso de la guerra global antiterrorista, las autoridades de Washington han optado por una aproximación al conflicto de Colombia basada en no analizar su complejidad, aumentar la ayuda militar e inscribir esta situación en esa guerra global, al mismo tiempo que rebajan las exigencias y condicionantes en materia de derechos humanos . Las presidencias de Estados Unidos y Colombia coinciden en priorizar el uso de la fuerza y esto ya está debilitando los compromisos internacionales sobre derechos humanos y DIH, lo que está suponiendo un empeoramiento de la situación sobre el terreno.

El presidente George W. Bush anunció en el mes de julio de 2003 que suspendería la ayuda militar a 35 países, incluida Colombia, si no firmaban un convenio de inmunidad de los militares estadounidenses ante la Corte Penal Internacional (CPI). Esta medida se enmarca en la presión continua para evitar la jurisdicción de la Corte sobre sus nacionales . En septiembre, Uribe firmó el compromiso de solicitar el consentimiento de Washington antes de poner a un ciudadano estadounidense bajo la jurisdicción de la CPI. Sólo quince días después se desbloqueó un paquete de cinco millones de dólares en ayuda militar a Colombia.

Todo esto agrava la crisis humanitaria en Colombia, donde, desde 1985, se ha desplazado forzosamente a más de tres millones de personas. En el año 2002 fueron más de 400.000, o sea más de 1.100 al día, un 20% más que en el año anterior. Y la cifra ha crecido en 100.000 personas en el primer trimestre de 2003 . En la raíz del desplazamiento, similar al de otros momentos históricos, están factores como las prácticas políticas excluyentes; el problema de la tierra, tradicional en Colombia pero exacerbado por el neoliberalismo, y los nuevos usos que plantea para la misma; los combates asociados al conflicto y la fumigación de áreas de cultivos ilícitos, entre otros .

Calificar el largo y complejo conflicto colombiano como un problema de terrorismo puede servir para justificar políticas de fuerza y cerrar la puerta a cualquier solución negociada, pero no es útil para resolver los problemas de Colombia y, probablemente, tampoco supondrá el fin de la guerra. Ésta hunde sus raíces en los problemas de la exclusión política y económica, la desigualdad en la tenencia de la tierra, el control patrimonial del Estado por las elites y la falta de democracia real e instituciones legítimas, entre otros factores. Colombia es uno de los países más desiguales en la distribución de ingresos en América Latina (a su vez, la región más desigual del mundo). Si, en el conjunto del área, el 10% de población más rica tiene ingresos 17 veces superiores al 10% más pobre, en Colombia esa proporción es de 42 veces .
Ganar la guerra no parece estar al alcance de ninguno de los bandos pero, mientras se mantenga esta política sólo se producirá más muerte y sufrimiento a la población. Es urgente acometer la tarea del refuerzo de unas instituciones verdaderamente democráticas, del fortalecimiento del sistema judicial y del respeto de los derechos humanos, sin olvidar la necesidad de eliminar las desigualdades sociales y la exclusión política y de crear las condiciones para un desarrollo en paz. Tanto el Gobierno de Colombia como el de EE UU podrían conseguir mejores resultados por esa vía si lo que pretenden es lograr la paz, y en esa vía debería seguir incidiendo la UE.

Los mismos objetivos deberían plantearse para el resto de América Latina. Equiparar cualquier movimiento de protesta con grupos terroristas (como ha ocurrido recientemente en Bolivia), incrementar la represión y no luchar contra la exclusión puede hacer crecer la desconfianza ciudadana ante el sistema político, un sentimiento que aumenta sin cesar desde hace años ante la evidencia de que la democracia no ha mejorado la situación .

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