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Ya nada será igual

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(Para El Correo)
El 11 de septiembre de 2001 es ya una fecha histórica no sólo para la sociedad estadounidense, que acaba de sufrir directa y brutalmente el zarpazo cobarde del terrorismo, sino para la comunidad internacional en su conjunto. Sus repercusiones no tardarán en notarse en los nuevos esquemas de seguridad que ya se estaban prefigurando tras el final de la postguerra fría, acentuando el recurso a la vía militarista como instrumento casi exclusivo para garantizar la paz.

Dado que las primeras sospechas sobre la autoría del golpe, que todavía después de ocurrido se antoja imposible, se dirigen de inmediato hacia el mundo árabe, y a pesar de la dificultad de extraer conclusiones sobre lo que aún resulta desconocido, puede augurarse que Oriente Medio, y más concretamente la crisis árabe-israelí, será uno de los escenarios en los que estas repercusiones serán más notables. El efecto provocado por la tragedia será positivo o negativo, en términos de resolución del conflicto, en función de cómo se interpreten las señales emitidas desde la zona.

Las primeras imágenes recogidas en las calles de los Territorios Palestinos, que expresan la alegría de la población por el dolor infringido a EEUU, son el resultado de una frustración radical ante la marcha de los acontecimientos no ya sólo desde el pasado 28 de septiembre, cuando se inició la actual crisis, sino desde la puesta en marcha del Proceso de Paz, con la firma de la Declaración de Principios en septiembre de 1993. Una frustración generada por la negación de los derechos políticos y económicos de los palestinos, bajo la imposición de unos gobiernos israelíes que no han sabido estar a la altura de las exigencias de una “paz de los valientes” y que pretenden inútilmente, sobre todo desde la llegada de Sharon, alcanzar sus objetivos de paz y seguridad por vía militar. Desde esa óptica EEUU, que sigue siendo el único intermediario con capacidad real de influencia, ha sido percibido por parte palestina como un actor cuando menos reticente en su apuesta por una paz justa, global y duradera y, en general, como un apoyo en la sombra de la estrategia de fuerza ensayada por Sharon.

Si la administración Bush interpreta esa reacción, radicalmente equivocada, como una confirmación del discurso que desea identificar al mundo árabe y al islam con el terrorismo y la violencia, sólo cabe esperar más frustración y tragedia para la zona. Si se impone esa óptica, Sharon encontrará aún más comprensión de la recibida hasta este momento desde Washington para continuar sus “asesinatos selectivos” y su intento de eliminar cualquier posibilidad futura de que Palestina pueda llegar a existir algún día como Estado independiente y viable. Si, por el contrario, se entiende que precisamente esa reacción de las calles palestinas es la muestra más evidente de que EEUU no puede seguir oficialmente al margen del conflicto y que únicamente su implicación en primera línea, en la búsqueda de una paz que sólo puede llegar a través del diálogo, le permitirá mejorar su imagen en el mundo árabe, todavía cabe albergar esperanzas de que en algún momento pueda finalizar el conflicto más antiguo del Mediterráneo.

Aún en el caso, todavía por demostrar, de que los autores de las matanzas hayan sido miembros de algún grupo de terroristas islámicos, Washington no puede caer en el error de reforzar los instrumentos militares (ni directamente ni a través de Israel) creyendo que de esa manera conseguirá un mayor grado de seguridad. Ya ha comprobado tanto la creciente resistencia de diferentes regímenes árabes a su actitud actual desde el inicio de la crisis como la negativa imagen que ha ido cosechando entre la opinión pública árabe. Si quiere evitar esas reacciones, en defensa de sus propios intereses, debería replantearse su política en la región, apostando por lanzar una nueva iniciativa de paz que sólo puede ser viable si, previamente, se envía a las autoridades israelíes un mensaje claro de que el tiempo de las aventuras militares se ha terminado. Lograría, asimismo, restar apoyos a cualquier locura terrorista que se alimenta no sólo de financiación y tecnología sino también de suicidas voluntarios, frustrados de lo este mundo les ofrece y falsamente convencidos de que su sacrificio merece la pena.

A la espera de que se aclaren muchas de las variables que permitan explicar esta tragedia, es difícil imaginar que haya algún Estado para el que actos de este tipo sirvan en la consecución de sus objetivos, aunque sólo fuera por el hecho de que se arriesgaría a unas represalias (no sólo militares sino también económicas) probablemente insoportables por parte de la primera potencia del planeta. Es más probable pensar en la autoría de un grupo terrorista. En la situación actual existen grupos con capacidad financiera, tecnológica y operativa para poder realizar estos atentados. La respuesta no puede ser únicamente militar, como parecen augurar los antecedentes inmediatos de la actual administración norteamericana. Ningún escudo antimisiles es eficaz contra el fanatismo y la violencia, que vienen explicados por una conjunción de pobreza, exclusión e injusticia. En aras de la defensa de sus propios intereses y de la paz internacional esperemos que EEUU resista la tentación de una reacción de fuerza.

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