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La caída del acuerdo antimisiles vuelve a dejar a Europa entre dos fuegos (nucleares)

Trumptin

Para eldiario.es

Si nadie lo remedia, el próximo mes de agosto los europeos nos quedaremos sin una de las piezas básicas de nuestra seguridad:  el Tratado de Armas Nucleares de Alcance Intermedio (INF, por sus siglas en inglés). Así lo han decidido este pasado fin de semana Donald Trump y Vladimir Putin, arrojando a la papelera el acuerdo firmado por Reagan y Gorbachov el 8 de diciembre de 1987, por el que ambas superpotencias renunciaban a desplegar en Europa misiles balísticos y crucero con base en tierra y alcances entre los 500 y los 5.500 kilómetros, capaces de lanzar una cabeza nuclear.

A este punto se ha llegado en un clima de acusaciones recíprocas sobre supuestas violaciones que se remontan años atrás. Para Washington la gota que ha colmado su paciencia ha sido la entrada en servicio del misil ruso 9M729 (SSC-8 en terminología OTAN), por entender que su alcance supera el límite mínimo del INF. Por su parte, Moscú, que sostiene que el alcance del citado misil crucero no supera los 480km, acusa a Estados Unidos de que tanto el despliegue de algunos de sus drones armados como, sobre todo, el de su escudo antimisiles en suelo europeo –ampliado ya con la entrada en funcionamiento de los sistemas Aegis Ashore desplegados en Rumania, con una estación radar SPY-1D, tres baterías con 24 misiles interceptores SM-3 y lanzaderas verticales Mark-41– constituyen violaciones flagrantes del acuerdo.

Mientras nos aproximamos a ese fatídico momento, en un contexto de creciente tensión entre ambas capitales en muchos otros ámbitos, nos encontramos con que:

  • La desaparición del INF supone un paso más en el desmantelamiento de las bases de la seguridad internacional creadas en la Guerra Fría. La vigencia indefinida del Tratado de No Proliferación (TNP), aprobada en 1995, no basta para compensar la pérdida del Tratado de Misiles Antibalísticos (firmado en 1972 y denunciado por George W. Bush en 2001) y el afán con el que otros países pretenden sumarse a las nueve potencias nucleares existentes. El panorama se oscurece aún más cuando se advierte que el Nuevo START –que ha logrado que ambas superpotencias limiten sus arsenales estratégicos hasta un máximo de 1.550 cabezas cada una- vence en 2021 y no existe actualmente ningún foro de negociaciones multilateral, ni tampoco bilateral entre EEUU y Rusia (que poseen, a partes iguales, el 93% de las alrededor de 15.000 cabezas nucleares acumuladas en los arsenales mundiales).
  • Rusia no está hoy interesada en añadir más límites a sus arsenales nucleares. Cuando ya en 2007 Putin reconocía que el INF no servía a los intereses rusos estaba admitiendo en la práctica que –al contrario de lo que ocurrió durante buena parte de la Guerra Fría, cuando era la OTAN la que apenas podía disimular su apetencia nuclear como único medio para disuadir de sus intenciones agresivas a una Unión Soviética netamente superior en el terreno convencional– hoy Rusia es militarmente inferior a la Alianza Atlántica y considera que solo aumentando sus arsenales nucleares puede de algún modo compensar ese desequilibrio.
  • Por su parte, la decisión de Washington no se agota en el marco de confrontación tradicional con Moscú, sino que mira directamente a Pekín. Mientras que el INF supone para los dos primeros una limitación no solo en el despliegue, sino también en el desarrollo de nuevos ingenios de alcance intermedio basados en tierra, China ha podido dotarse de ellos sin restricciones, lo que le otorga una considerable ventaja en el escenario de rivalidad que ya se vislumbra claramente en el área Asia-Pacífico, nuevo centro de gravedad del planeta en las próximas décadas. Trump busca, por tanto, liberarse de un corsé que limita su libertad de acción, al tiempo que dice desear un proceso multilateral que implique al resto de las potencias nucleares (ni China, ni Gran Bretaña, ni Francia han mostrado nunca interés alguno en el asunto).
  • Con o sin INF la carrera armamentística en el ámbito nuclear goza, desgraciadamente, de muy buena salud. Lejos de acercarnos a la materialización del sueño de un mundo sin armas de este tipo, y aunque desde septiembre de 2017  exista ya un Tratado de Prohibición de Armas Nucleares (que ninguna potencia nuclear ni ningún país miembro de la OTAN ha firmado), tanto Washington como Moscú están desarrollando los programas de modernización más ambiciosos de su historia. Los avances tecnológicos están creando en ambas capitales la ensoñación (o más bien la pesadilla) de que es posible convertir a los ingenios nucleares en armas de batalla que, en lugar de garantizar el suicidio colectivo (la destrucción mutua asegurada que hasta ahora ha logrado mantener el equilibrio del terror y evitar el choque frontal entre ambos), pueden ofrecer la victoria a quien sea capaz de parapetarse bajo un impenetrable escudo protector antimisiles y golpear con misiles hipersónicos más y más letales.
  • Visto desde la Unión Europea, el abandono del tratado supone aumentar la posibilidad de que en su suelo se vuelvan a desplegar unas armas mucho más avanzadas que las que provocaron hace cuarenta años la crisis de los euromisiles (SS-20 soviéticos y Pershing II estadounidenses). Sin olvidar que ambas potencias disponen ya de un amplio arsenal de armas similares desplegadas en los mares y cielos europeos, su previsible despliegue en bases terrestres no solo nos convierte en objetivos directos de unas armas tan destructivas, sino que nos vuelve a retratar como rehenes impotentes de lo que otros decidan.

Por si no fueran suficientes las razones acumuladas en estos últimos años para materializar definitivamente la idea de la «autonomía estratégica» que propugna en el papel la Estrategia Global de la UE (2016) –crisis económica que hace inviable la defensa individual, agresividad de Putin, desplantes y exabruptos de Trump y Brexit– la vulnerabilidad derivada de esta situación debería ser un acicate definitivo para dotarnos de una voz única en el escenario internacional ¿O no?

FOTOGRAFÍA: el presidente estadounidense, Donald J. Trump (i), y su homólogo ruso, Vladimir Putin. EFE

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