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La dinastía hachemí: el portento de la diplomacia jordana

 

JorJac

En un tablero regional esculpido en sangre y fanatismo resalta aún más su estabilidad, gracias a la óptica realista de sus líderes. El linaje hachemí ha visto caer gobiernos en Egipto, Yemen e Iraq, mientras mantiene una resolutiva destreza pragmática. La realeza hachemí ha sobrevivido a intentonas de golpe, a un abanico de guerras regionales y numerosas tensiones internas. Desde el panarabismo floreciente que tanto impulsó el rey Abdullah- bisabuelo del actual monarca–, a las alianzas prooccidentales de la Guerra Fría, Jordania acabó el siglo XX siendo un pivote constante y pragmático en el escenario internacional. El acontecimiento que mejor prueba la evolución en su política y la sutileza de sus maniobras es el conflicto árabe-israelí.

Todos los soberanos hachemíes han asumido un papel paladín en la causa palestina. No obstante, antes de aceptar el Estado palestino moderno, Amán cometió errores de medida al aspirar a absorber tanto la causa como su espacio. El conflicto contra la OLP en 1970 marcó un doloroso punto de inflexión en la dinámica de las relaciones de la realeza hachemí. Fue a partir de entonces cuando Jordania viró su modus operandi para convertirse en un actor regional con destreza para medir las tensiones en el cuadro eruptivo de Oriente Próximo y hacerse valer como agente diplomático, con el rey Hussein decidido a adoptar una óptica acorde con la realidad, entendiendo que sin ningún recurso natural propio que vender la única opción de Jordania era convertirse en un actor necesario en el espectro diplomático.

El rey Abdullah II ha continuado la política de su padre, relegando las actuaciones bélicas en un escenario en el cual las guerras convencionales han quedado obsoletas en favor del aprovechamiento de la posición geoestratégica del país y su propia actividad diplomática a múltiples bandas. El ejemplo más continuo ha sido su papel como intermediario moderador dentro de un espectro árabe continuamente hostil hacía Israel y desconfiado hacia Occidente; incluso en fechas actuales con las tensiones a flor de piel por los recientes acontecimientos en la mezquita de Al-Aqsa.

En definitiva, la plausible estabilidad y su óptica islámica moderada han servido de aval para hacer de Jordania un reconocido y fiable interlocutor en Oriente Próximo. A esto se le suma su histórica condición de huésped para refugiados y apátridas.

En todo caso, el reino siempre ha padecido un problema estructural de escasez de recursos naturales- no solo de hidrocarburos, sino especialmente punzante en la falta de agua-, una escasez que fija la factura de importaciones y que amplifica la vulnerabilidad geopolítica. En contrapartida, apenas cabe destacar la actividad en el sector turístico y la exportación de fosfato y productos agrícolas; insuficiente de todos modos para equilibrar unas cuentas nacionales, que dependen en buena medida de la crónica ayuda internacional.

Además de la ayuda procedente de algunos regímenes árabes y la Unión Europea, es especialmente Washington el que de manera más sostenida viene apoyando a su perenne aliado, garantizando su lealtad y evitando de paso que Jordania haya sufrido aún más duramente la amenaza terrorista (aunque sea una de las nacionalidades más preponderantes dentro de las filas yihadistas). Es así cómo se explica que Jordania goce de un nivel de seguridad comparativamente mejor que el de sus vecinos, tanto por la labor que realiza el General Intelligence Directorate (GID)- a costa de ceder su territorio como satélite en primera línea de una zona tan caliente- como por la existencia de bases jordanas como emplazamiento para los operativos de la Inherent Resolve– operación militar encabezada por Washington para acabar con Dáesh.

Del mismo modo, Jordania no ha escatimado su presencia en la esfera diplomática, no solo firmando la paz con Israel en su momento (1994), sino participando en todas las iniciativas regionales lanzadas hasta hoy. Es así como la realeza jordana ha logrado crear la imagen de una nación dispuesta a unirse a estrategias que le hagan partícipe directo, sin poner en peligro su seguridad e integridad territorial. La máxima obligada de un país que no puede dictar los términos de ningún proceso en la zona y que se ve afectado por todo lo que en ella ocurre.

Es obvio que los conflictos en Siria e Iraq han perjudicado gravemente la economía jordana, tanto por lo que afecta a su comercio exterior como por la carga adicional que suponen las sucesivas oleadas de refugiados. La economía es la primera debilidad y preocupación nacional, algo que ralentiza el cambio de aspectos sociales y culturales, y nada garantiza que las ayudas exteriores que coyunturalmente llegan al país para evitar su derrumbe vayan a mantenerse cuando dichos conflictos se resuelvan algún día.

Mirando hacia adentro

Ahora bien, Jordania, más allá de los problemas estructurales mencionados, refleja una política interna desligada del desarrollo exterior mostrado al mundo. Su estrategia doméstica está lejos de ganar la confianza de Occidente, aun asumiendo que no es momento para virajes sociales radicales en una de las pocas zonas estables de Oriente Próximo.

El control gubernamental es menos rígido que el de sus vecinos saudíes o sirios, pero no por ello deja de mantener esa vigilia hacia su propia población tan propia de las autocracias. Es en la involución de la agenda nacional donde el régimen jordano demuestra que su sociedad y su política están en una fase primaria del contexto global. “Aquí puedes hablar, pero hablar mal de la monarquía es la línea roja. Te advierten después de haberlo hecho”, explica Hassan, periodista e investigador jordano oriundo de Amán.

Existen aspectos sociales que retratan el conservadurismo de la gente, reflejado en su legislación; una amalgama difusa en pleno siglo XXI para un gobierno que entiende conspicuamente la globalización y las exigencias de la época vigente. Ya quedó probado en 2011, con la concatenación de revueltas en el teatro árabe, cuando Jordania vivió un amago de descontento, una chispa que fue rápidamente apagada.

Es cierto que el Despotismo Ilustrado usado por la monarquía consiguió suavizar las demandas con medidas relativas, con capacidad suficiente para enfriar cualquier réplica al menos durante un tiempo. Sin embargo, parte de la sociedad jordana continua empujando para que los caracteres tribales terminen por ajustarse a una legislación acorde al siglo XXI, asunto que necesita de profundas reformas, dada la polémica que rodea a ciertos aspectos culturales.

A eso se une el surgimiento de movimientos que aspiran a mejorar las condiciones de las mujeres. Concretamente se ha levantado la voz en búsqueda del cese de ritos conservadores de épocas vetustas, lo que permitido eliminar el artículo 98, que respaldaba los crímenes de honor, y el artículo 308, que absolvía al violador si se casaba con su víctima. Han aparecido igualmente corrientes y movimientos que aspiran a cambiar rutinas y gestos populares de otros siglos. Sin embargo, esto no hace más que demostrar que a día de hoy el reino tiene aún mucho que reescribir en su ámbito doméstico para fraguar una sociedad musulmana moderna y concordante con los derechos humanos.

Hoy por hoy Jordania sigue siendo en cualquier caso una monarquía absolutista, con un núcleo social sólidamente tradicional, lo que, en su conjunto, dificulta significativamente la evolución del entramado político y legislativo hacia una sociedad propia del siglo actual. Prueba de ello fue la escasa fuerza por un cambio que tuvieron las protestas en 2011, demostrando la debilidad de plataformas ciudadanas con potestad real para redefinir las reglas de juego de la vida nacional.

Conclusiones

Actualmente Jordania ha sabido desarrollar una estrategia donde su portento realista y diestro en las relaciones internacionales ha sido útil para sí misma y para el trato entre Oriente y Occidente. Los soberanos hachemíes han conseguido hacerse partícipes en la corte diplomática, una condición con la que refuerzan su propia posición.

En una región donde los países están en plena definición de su propio destino- entre guerras, conflictos y procesos de ensamblaje–, Jordania representa la estabilidad y la adaptación. Una nación que ha sabido manejar las tormentas sociales a base de contemporizar la demanda popular, acompañado de un trabajo gubernamental que demuestra su eficacia con determinantes y sutiles contramedidas en consonancia con los acontecimientos.

Aún sin ser una potencia, no se puede subestimar el papel del reino hachemí. Su posición estratégica y sus habilidades realistas lo configuran como un activo árabe del que Occidente puede hacer uso. Su estable báscula política, añadido a una monarquía con semejante presencia exterior hace de Jordania un moderador en la dicotomía entre Oriente y Occidente en medio de un tablero irascible y ultrajado por la historia. Un país sin poderío militar ni recursos sobre los que basar su propio desarrollo, pero con un mantra político que lo convierten en el mejor interlocutor musulmán en búsqueda de una solución de estabilidad para Oriente Próximo.

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