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Rusia: el futuro económico de China

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(Para Radio Nederland)

Una más de las señales de cambio en el mundo globalizado que nos toca vivir en este arranque de siglo es la recomposición de las relaciones entre Moscú y Pekín. Tradicionalmente enemistados, como dos formas distintas de entender el comunismo, la Unión Soviética y China escenificaron durante la Guerra Fría muchos desencuentros, tanto en sus relaciones bilaterales como en cualquier rincón del planeta donde tuvieran un cierto grado de influencia sobre los actores locales. Hoy, sin embargo, asistimos a un visible acercamiento en todos los órdenes- desde el comercial al militar-, que debe ser tomado en consideración como un factor de significativa importancia en la reconfiguración de fuerzas entre los actores más relevantes del escenario internacional.

Los dos apuntes más recientes de esta dinámica se han producido esta misma semana. Por un lado, ambos países han firmado una serie de contratos y alianzas bilaterales, por un importe global estimado en unos 2.400 millones de euros, para estrechar su cooperación mutua en áreas como el comercio, la investigación y la colaboración en materia energética, de transportes y defensa. Por otro, ambas potencias han aprovechado su participación en la reunión de la Organización de Cooperación de Shanghai (OCS), celebrada en Pekín, para subrayar su determinación por incrementar el nivel de cooperación en el ámbito económico y de seguridad, al tiempo que han enviado un mensaje a Washington sobre su interés mutuo para contrarrestar la influencia del hegemón estadounidense en Asia y en el mundo.

En el primer caso, la firma de los acuerdos se escenificó aprovechando la visita del primer ministro ruso, Vladimir Putin, a la capital china. Un somero repaso a los temas incluidos en la negociación habla bien a las claras de su intencionalidad estratégica, mucho más allá de meros cálculos empresariales. Se incluyen, entre otros, préstamos bancarios chinos a entidades rusas (unos 1.250 millones de euros); la construcción de una refinería a unos cien kilómetros de Pekín- por parte de la petrolera rusa Rosneft, en cooperación con la China National Petroleum Corporation (CNPC)-, a lo que se añaden unas 300-500 gasolineras en el país asiático; y la colaboración china en el desarrollo de trenes de alta velocidad para Rusia. Por encima de esto, todavía hay que destacar acuerdos tan simbólicos en términos de confianza mutua, como el que determina el intercambio de avisos cuando cualquiera de los dos lleve a cabo el lanzamiento de misiles balísticos. Por último, pero quizá aún más relevante a efectos prácticos que los ya referidos anteriormente, sobresale el acuerdo entre el gigante ruso Gazprom y CNPC para el suministro anual de 70.000 millones de metros cúbicos de gas. A falta de cerrar definitivamente este contrato- queda por definir el precio de dicho gas-, es inmediato constatar como Rusia se está convirtiendo a la carrera en un socio comercial y energético vital para la emergente China. De hecho, cuando previsiblemente ese gas comience a llegar a China (en 2014, convirtiéndola en el principal cliente del gas ruso, por delante de Alemania), ya estará funcionando a pleno rendimiento el contrato por el que Rusia venderá petróleo a su vecino chino a lo largo de los próximos veinte años (a cambio de unos 17.000 millones de euros). Baste decir, para entender el carácter estructural de esta relación comercial- que también abarca a la minería y a la venta de armas- que el comercio bilateral entre ambos ya alcanzó en 2008 los 38.000 millones de euros (casi tres veces más que en 2004).

En el segundo de los casos mencionados, la confluencia de intereses chino-rusos también se ha hecho visible en la reciente reunión de la OCS. Se trata de una organización creada en 2001 y que cuenta entre sus miembros, además de a los dos ya citados, a Kazajstán, Kirguizistán, Tayikistán y Uzbekistán- o, lo que es lo mismo, a un grupo de países que atesoran el 17,5% de las reservas mundiales de petróleo y casi la mitad de las de gas-, a los que se suman, como observadores, Afganistán, Paquistán e Irán. En este marco, el esfuerzo de ambos actores no se limita a defender sus intereses, sino que pretenden- y de momento van ganando posiciones- evitar que algunos de estos países quede demasiado sometido a los dictados de Washington. Actúan así tanto por evitar problemas cerca de sus fronteras como por su común ambición de ver garantizado y reconocido un espacio de influencia directa sometido a sus dictados, en su calidad de grandes potencias del siglo XXI.

No puede sorprender, en esta línea, que ambas capitales se hayan desmarcado con prontitud del deseo estadounidense de imponer nuevas sanciones a Irán, en un nuevo intento de doblegar su voluntad por mantener inalterable su programa nuclear. En definitiva, procuran reforzar su voz individual en el concierto mundial y, al mismo tiempo, entienden que juntos tienen más opciones para limitar el ímpetu del líder estadounidense por conformar un mundo unipolar. Mientras tanto, Rusia está interesada en aprovechar las ingentes oportunidades económicas que ofrece una ascendente China, crecientemente necesitada de minerales y productos energéticos para garantizar que su “ascenso pacífico” hasta el estatus de superpotencia no se vea lastrado por Washington. Queda por ver, mirando hacia atrás, si los resquemores y cuentas pendientes del pasado no abortan en algún momento el actual acercamiento, como tantas veces ha ocurrido en el siglo anterior. Y, mirando hacia delante, también queda por comprobar hasta dónde llega la voluntad rusa por aprovecharse económicamente de las necesidades chinas, si con eso se contribuye a crear una nueva superpotencia que deje a Moscú en un plano inferior, incapaz de tutear a Pekín y a Washington. Veremos.

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